Quintay
Por una vez no he visitado un lugar porque tuviera referencias de ninguna clase. Solo sabía que quería ir a la costa sin alejarme demasiado de Santiago, así que agarré el gúguel erz, busqué Santiago y me deslicé hacia poniente. Cuando llegué a la costa, me moví un poco hacia el norte y el sur de Valparaíso buscando poblaciones chiquitas y di con Quintay.
A Quintay se llega por un carreterín sinuoso embutido en tupidos pinares y eucaliptales. De cuando en cuando se advierten las tareas forestales en forma de entresacas y limpiezas que dejan en el campo pilas de rollos cortados a medida y estibados con prolijidad en espera de su transporte. Hay algo hermoso en estos montones de madera, que me recuerdan a una reproducción mastodóntica de la típica cajita de palillos mondadientes.
En el taxi, una madre y su hijo de unos dos años viajaban completamente dormidos. Si la mamá no estaba agotada, desde luego lo parecía, porque entró en coma antes de haber salido de Valparaíso y no hizo el menor esfuerzo por corregir la pronunciada ptosis cefálica propia del sueño profundo. El hijo ya iba comatoso cuando llegó, así que no le hizo falta más. Poco antes del pueblo, quizá por conocer el efecto centrífugo de cada curva del camino y advertir así la llegada próxima, el chico se desperezó un poco y comenzó a dar unos chasquidos característicos con la boca. Al abrirla le vi un chicle verde, así que supuse que estaba recuperando el sentido y volvía a mascar la goma y de ahí los ruidos; pero no, no era eso. La mamá, aún en su sopor, oyó los chasquidos y respondió de inmediato sacándose la teta, a la cual el niño se aplicó de inmediato pero sin mamar, nomás por agarrarla, mientras siguió mordisqueando su chicle. Se me antojó que, a la hora de agarrarme a una teta, quizá chasquear a las mamis con un chicle en la boca me sirva de algo más de lo que me sirve hablarles de morfosintaxis, así que le agradecí ese consejo tácito.
Al llegar, el pueblo me saludó con una lancha de tablazón —construida en quién sabe qué atarazana artesana— repintada y expuesta sobre un montículo, como avanzándome que este es un pueblo de pescadores y a mucha honra. Enseguida aparecieron las primeras casas. Se nota que los alrededores producen madera en abundancia, porque es el elemento predominante de construcción. La arquitectura no me pareció distinguida, más bien funcional.
Quintay es un pueblo dispuesto en dos niveles: la caleta, con un puñadito de edificios, la ballenera abandonada, algunos restaurantes y una playa breve a la que arriban los pescadores con sus lanchas, y el pueblo en sí. Llegarse paseando a la caleta es un agradable paseo, mientras que el camino inverso es un tormento para cardiópatas y flojos (como s. s. s. q. b. ss. pp.) porque hay que remontar un desnivel de tres pares de cojones, comperdón.
La ballenera se abrió en 1947 y cerró veinte años después, cuando Chile firmó el tratado que protegía a estos simpáticos y bonachones bichos. En ese tiempo anduvieron cazando, remolcando y descuartizando muchas ballenas diarias. El año que más, procesaron mil seiscientos sesenta de estos animales. El olor que desprendiera tan frenética actividad resulta inimaginable, pero la información que se consigue en internet lo define como nauseabundo, y opino que esta debe de ser una aproximación muy certera. Hoy, la ballenera es un museo donde se pueden aprender cosas sobre ese pasado y ver alguna que otra pieza ósea colosal. Edith me contó que hace poco pasó por la rada una hembra que vino a parir a su cachorro y maravilló a propios y extraños durante unos días, hasta que el agua se encenagó por unas tormentas inoportunas y la maternal estampa desapareció sin más, acaso en busca de entornos menos turbios. Queno me enseñó algunas fotos y me aseguró que el animal había dado algunos saltos espectaculares. Uno de estos bichos saltando debe de ser impresionante. Las ballenas que he podido ver yo nunca saltaban, las muy sosas.
Es una villa agradable y sencilla, de gente agradable y sencilla que parece vivir una vida poco apresurada. Algunos comercios abren y cierran cuando a los dueños les parece mejor. Si están por ahí o parece que hay movimiento, pues abren; que se tienen que ir a un recado o no se mueve ni el aire, pues cierran. En la plaza hay una oficina prefabricada en la que despliega su actividad un grupo de Manos Unidas. No solo despliega su actividad, también despliega música con un altavoz que da a la calle y permite que el pueblo escuche villancicos, boleros o flamenco. Si la SGAE pudiera, creo que les vendría a exigir plata. Me gustó el detalle de la plaza, en cuyo piso de cemento, y aparte de las inevitables huellas de perro, permitieron a unos niños que plantaran sus manos y escribieran su nombre. No es el paseo de las estrellas de jolibú, ni maldita la falta que hace: es mucho más propio.
Con el verano, los niños están de vacaciones escolares y se pasean por las calles polvorientas sin gran cosa que hacer. Varios bajan a la caleta a hacer bódibor en las olas que se esparcen por la rada, desafiando a un tiempo a olas y rocas en un agua de aspecto más que fresco. Otros simplemente están a la puerta de su casa descubriendo mundos, como Eugenio, el hijo de Queno y Karina, que al pasar por su lado me sonríe y con sus ojillos vivarachos, su tez bronceada y su parla infantil y acelerada (que no entiendo ni poco ni mucho) me ofrece un cacho de cable blanco que ha encontrado en algún lado y cuyos secretos y entresijos analiza con dedicación. Yo creo que es muy listo; si tiene chance, quizá llegue a ser ingeniero o algo que le guste.
A menudo se ven huellas de caballerías en las calles sin asfaltar. A veces se ve algún caballo triscando alfalfa seca en terrenos chicos, y en un potrero del pueblo hay dos yeguas bayas, una de ellas parida. El potrillo, también bayo, no ha de tener un mes aún y no se aleja del costado materno ni dos metros, en ningún momento. Debe de ser estresante ser yegua recién parida, porque tener que cargar a una criatura es pesado, pero que te estén siguiendo a todas partes, todo el rato, debe de dejar a cualquiera a punto de la paranoia, por muy yegua y máter amantísima que se sea. En cuanto a las huellas, parecen ser de un solo caballero que anda tocado con un sombrero campero negro de ala ancha que recuerda un poco a los sombreros cordobeses y que se pasea sin descanso por todos lados sobre una alazana muy tranquila. Quizá no tenga nada que hacer y quizá por eso en uno de los encuentros lo veo llevando del ronzal a la yegua en la cual van montados un par de niños ociosos. El de delante va en la silla y no parece tener problemas con la vida; el de detrás va en la grupa y se agarra a la cintura de su compañero de paseo con más miedo que precaución.
En la playa de la caleta están alineadas las lanchas de los pescadores, casi todas pintadas de amarillo. Son pangas con motor fuera borda, de unos siete metros, atestadas de artes de pesca. Los pescadores sacan jaibas, locos, congrios rojos, albacoras... De las jaibas solo aprovechan las pinzas, y el resto lo donan a una institución de locos. Me parece una idea estupenda esa de enviar comida para los locos, y además las jaibas están muy ricas y tienen mucha carne aprovechable. Me acerqué a unos y les pedí que me vendieran unas pocas. El primer día me dieron cuatro y me las regalaron; el segundo día me llevé una bolsa y me cobraron dos lucas, o sea, dos mil pesos chilenos. Siempre me sorprende esta costumbre tan extendida de ponerle nombres a las monedas y los billetes. En España les decíamos pelas a las pesetas; los gringos les dicen bucks a los dólares; los mexicanos hablan de los varos (quizá se escriba baros, no sé); y ahora veo que los chilenos les dicen lucas a sus billetes de mil, y me cuentan que a las monedas de cien pesos les dicen gambas. ¡Qué ricas!
Esta estampa de Quintay se completa con la sección canina. Por todos lados hay canes acostados que levantan la vista con indolencia, repasan mi catadura y siguen con su vida pacífica en espera de algún tufillo de algo interesante. A veces, uno se acerca, me husmea un rato y luego se va con sus ojos aburridos a recostarse en alguna sombra. Aunque hay muchos, es muy raro oírlos ladrar o armar escándalo, parecen estar bien avenidos. Les tengo envidia.
En Quintay, el día de santa Francisca Javier Cabrini (también denominado "día de la salud"), por la mañana.
Mus
P. D. Como mucha gente ya conoce, en Chile hay una lotería que se llama La Polla. Hoy compraré un boleto, a ver si me toca, que ya lo va pidiendo la tierra. Por cierto, que a lo que en España le llaman polla, en Chile le dicen pico. Me pregunto cómo le dirán los albañiles al complemento habitual de la pala...
A Quintay se llega por un carreterín sinuoso embutido en tupidos pinares y eucaliptales. De cuando en cuando se advierten las tareas forestales en forma de entresacas y limpiezas que dejan en el campo pilas de rollos cortados a medida y estibados con prolijidad en espera de su transporte. Hay algo hermoso en estos montones de madera, que me recuerdan a una reproducción mastodóntica de la típica cajita de palillos mondadientes.
En el taxi, una madre y su hijo de unos dos años viajaban completamente dormidos. Si la mamá no estaba agotada, desde luego lo parecía, porque entró en coma antes de haber salido de Valparaíso y no hizo el menor esfuerzo por corregir la pronunciada ptosis cefálica propia del sueño profundo. El hijo ya iba comatoso cuando llegó, así que no le hizo falta más. Poco antes del pueblo, quizá por conocer el efecto centrífugo de cada curva del camino y advertir así la llegada próxima, el chico se desperezó un poco y comenzó a dar unos chasquidos característicos con la boca. Al abrirla le vi un chicle verde, así que supuse que estaba recuperando el sentido y volvía a mascar la goma y de ahí los ruidos; pero no, no era eso. La mamá, aún en su sopor, oyó los chasquidos y respondió de inmediato sacándose la teta, a la cual el niño se aplicó de inmediato pero sin mamar, nomás por agarrarla, mientras siguió mordisqueando su chicle. Se me antojó que, a la hora de agarrarme a una teta, quizá chasquear a las mamis con un chicle en la boca me sirva de algo más de lo que me sirve hablarles de morfosintaxis, así que le agradecí ese consejo tácito.
Al llegar, el pueblo me saludó con una lancha de tablazón —construida en quién sabe qué atarazana artesana— repintada y expuesta sobre un montículo, como avanzándome que este es un pueblo de pescadores y a mucha honra. Enseguida aparecieron las primeras casas. Se nota que los alrededores producen madera en abundancia, porque es el elemento predominante de construcción. La arquitectura no me pareció distinguida, más bien funcional.
Quintay es un pueblo dispuesto en dos niveles: la caleta, con un puñadito de edificios, la ballenera abandonada, algunos restaurantes y una playa breve a la que arriban los pescadores con sus lanchas, y el pueblo en sí. Llegarse paseando a la caleta es un agradable paseo, mientras que el camino inverso es un tormento para cardiópatas y flojos (como s. s. s. q. b. ss. pp.) porque hay que remontar un desnivel de tres pares de cojones, comperdón.
La ballenera se abrió en 1947 y cerró veinte años después, cuando Chile firmó el tratado que protegía a estos simpáticos y bonachones bichos. En ese tiempo anduvieron cazando, remolcando y descuartizando muchas ballenas diarias. El año que más, procesaron mil seiscientos sesenta de estos animales. El olor que desprendiera tan frenética actividad resulta inimaginable, pero la información que se consigue en internet lo define como nauseabundo, y opino que esta debe de ser una aproximación muy certera. Hoy, la ballenera es un museo donde se pueden aprender cosas sobre ese pasado y ver alguna que otra pieza ósea colosal. Edith me contó que hace poco pasó por la rada una hembra que vino a parir a su cachorro y maravilló a propios y extraños durante unos días, hasta que el agua se encenagó por unas tormentas inoportunas y la maternal estampa desapareció sin más, acaso en busca de entornos menos turbios. Queno me enseñó algunas fotos y me aseguró que el animal había dado algunos saltos espectaculares. Uno de estos bichos saltando debe de ser impresionante. Las ballenas que he podido ver yo nunca saltaban, las muy sosas.
Es una villa agradable y sencilla, de gente agradable y sencilla que parece vivir una vida poco apresurada. Algunos comercios abren y cierran cuando a los dueños les parece mejor. Si están por ahí o parece que hay movimiento, pues abren; que se tienen que ir a un recado o no se mueve ni el aire, pues cierran. En la plaza hay una oficina prefabricada en la que despliega su actividad un grupo de Manos Unidas. No solo despliega su actividad, también despliega música con un altavoz que da a la calle y permite que el pueblo escuche villancicos, boleros o flamenco. Si la SGAE pudiera, creo que les vendría a exigir plata. Me gustó el detalle de la plaza, en cuyo piso de cemento, y aparte de las inevitables huellas de perro, permitieron a unos niños que plantaran sus manos y escribieran su nombre. No es el paseo de las estrellas de jolibú, ni maldita la falta que hace: es mucho más propio.
Con el verano, los niños están de vacaciones escolares y se pasean por las calles polvorientas sin gran cosa que hacer. Varios bajan a la caleta a hacer bódibor en las olas que se esparcen por la rada, desafiando a un tiempo a olas y rocas en un agua de aspecto más que fresco. Otros simplemente están a la puerta de su casa descubriendo mundos, como Eugenio, el hijo de Queno y Karina, que al pasar por su lado me sonríe y con sus ojillos vivarachos, su tez bronceada y su parla infantil y acelerada (que no entiendo ni poco ni mucho) me ofrece un cacho de cable blanco que ha encontrado en algún lado y cuyos secretos y entresijos analiza con dedicación. Yo creo que es muy listo; si tiene chance, quizá llegue a ser ingeniero o algo que le guste.
A menudo se ven huellas de caballerías en las calles sin asfaltar. A veces se ve algún caballo triscando alfalfa seca en terrenos chicos, y en un potrero del pueblo hay dos yeguas bayas, una de ellas parida. El potrillo, también bayo, no ha de tener un mes aún y no se aleja del costado materno ni dos metros, en ningún momento. Debe de ser estresante ser yegua recién parida, porque tener que cargar a una criatura es pesado, pero que te estén siguiendo a todas partes, todo el rato, debe de dejar a cualquiera a punto de la paranoia, por muy yegua y máter amantísima que se sea. En cuanto a las huellas, parecen ser de un solo caballero que anda tocado con un sombrero campero negro de ala ancha que recuerda un poco a los sombreros cordobeses y que se pasea sin descanso por todos lados sobre una alazana muy tranquila. Quizá no tenga nada que hacer y quizá por eso en uno de los encuentros lo veo llevando del ronzal a la yegua en la cual van montados un par de niños ociosos. El de delante va en la silla y no parece tener problemas con la vida; el de detrás va en la grupa y se agarra a la cintura de su compañero de paseo con más miedo que precaución.
En la playa de la caleta están alineadas las lanchas de los pescadores, casi todas pintadas de amarillo. Son pangas con motor fuera borda, de unos siete metros, atestadas de artes de pesca. Los pescadores sacan jaibas, locos, congrios rojos, albacoras... De las jaibas solo aprovechan las pinzas, y el resto lo donan a una institución de locos. Me parece una idea estupenda esa de enviar comida para los locos, y además las jaibas están muy ricas y tienen mucha carne aprovechable. Me acerqué a unos y les pedí que me vendieran unas pocas. El primer día me dieron cuatro y me las regalaron; el segundo día me llevé una bolsa y me cobraron dos lucas, o sea, dos mil pesos chilenos. Siempre me sorprende esta costumbre tan extendida de ponerle nombres a las monedas y los billetes. En España les decíamos pelas a las pesetas; los gringos les dicen bucks a los dólares; los mexicanos hablan de los varos (quizá se escriba baros, no sé); y ahora veo que los chilenos les dicen lucas a sus billetes de mil, y me cuentan que a las monedas de cien pesos les dicen gambas. ¡Qué ricas!
Esta estampa de Quintay se completa con la sección canina. Por todos lados hay canes acostados que levantan la vista con indolencia, repasan mi catadura y siguen con su vida pacífica en espera de algún tufillo de algo interesante. A veces, uno se acerca, me husmea un rato y luego se va con sus ojos aburridos a recostarse en alguna sombra. Aunque hay muchos, es muy raro oírlos ladrar o armar escándalo, parecen estar bien avenidos. Les tengo envidia.
En Quintay, el día de santa Francisca Javier Cabrini (también denominado "día de la salud"), por la mañana.
Mus
P. D. Como mucha gente ya conoce, en Chile hay una lotería que se llama La Polla. Hoy compraré un boleto, a ver si me toca, que ya lo va pidiendo la tierra. Por cierto, que a lo que en España le llaman polla, en Chile le dicen pico. Me pregunto cómo le dirán los albañiles al complemento habitual de la pala...
4 Comments:
Allí, uno compra un boleto esperando que te toque la... polla. Aquí, uno simplemente espera que nadie te la toque, al menos de forma no deseada.
Instructivo, no más.
Aunque, deberías explicarles que si alguna vez oyen una expresión de abuelos a nietos en este lado del charco, como, "cortapicos y callares" no se trata de una operación de fimosis, en el más total de los silencios.
Saludos.
Jeje, po zi. Ya me compré el boleto. Ahora no paro de mirar a ver si descubro a alguien con chepa para restregarle mi polla (es decir, el boleto del sorteo, no me entiendas mal) y a ver si salgo de probe. :)
Este post es muy chulo, sip. Entero, o sea, con todas sus palabras.
;-)
Estoy con la chuli, este post es idem.
Suerte con el bolto y con la polla, que todo toque! :P
Besicos y felices fiestas!
Publicar un comentario
<< Home