Helmintópolis
Este es mi vehículo habitual en El Salvador.
Hoy le instalé el vacio que se observa en su parte trasera porque a las 4 de la tarde he quedado con un lugareño para que me dé unos kilos de caca de vaca: boñigas, plastas, truños, pupú, popó, mierda, zurullos.
No soy escarabajo pelotero; mi interés por el estiércol tiene su explicación. Hace unos meses vi que de mi jardín salían cantidades importantes de residuos consistentes en hojas, ramas, pasto, pencas de palmera y desechos similares. Determiné que sería entretenido convertirlos en algo útil y decidí aplicar las técnicas vermícolas de Caracol (a quien el Mondesvol tenga en su feculenta gloria) para conseguirlo. En resumidas cuentas, y dejando los cultismos aparte, me propuse criar lombrices en un apartadillo del jardín y alimentarlas con todos esos rastrojos.
Comencé a juntar los desperdicios y pronto me hice con un lindo rimero, pero me faltaba el ganado dispuesto a zampárselo. Conseguirlo no resultó tan sencillo. Renguito por un mal tropiezo mientras caminaba en chancletas con mi despiste característico, tuve que plantarme en una institución agropecuaria salvadoreña para hacerme con unas pocas lombrices californianas (E. foetida, que no son californianas). Por desgracia, mi montón de residuos es ya demasiado grande para lo escueto de mi cabaña gusanil. Aunque las lombrices son prolíficas, las apenas trescientas o cuatrocientas que me dieron tardarán algún tiempo en multiplicarse a niveles apreciables, tanto más cuanto que lo que yo les echo de comer acaso no sea su alimento óptimo.
En consecuencia, tras asesorarme debidamente he decidido fomentar su reproducción ofreciendo dos mil euros por cocón a cada pareja de lombrices que deseen dar el gran paso y aumentar la familia (cada lombriz pone un cocón con varios huevos en su interior). Como mi menguado peculio no me alcanza para tal subvención y de todos modos estos vermes no tienen nada que hacer gastándose pisto en un hotel balinés de lujo, he pergeñado un ingenioso sistema compensatorio. Consiste en que, como soy quien manda aquí, he asignado un valor de dos mil euros a cada cinco gramos de deyección vacuna, que entregaré a los progenitores confiando en que me cumplan y procreen. La que se pase de lista y se coma la mierda de subvención y luego no me procree, acabará colgando de algún anzuelo.
Como no tengo vaca a mano (ni siquiera unas ubrecillas de miel que llevarme al hocico), he buscado la cooperación de un vaquicultor de los alrededores. Evocando los aromas de hace unos meses, contemplé la posibilidad sencilla de salir a la carretera e ir recogiendo boñigas, pero esta otra solución es más práctica y además me permitirá obtener deyecciones de varios días de antiguedad, de más solera, que tengo entendido que tienen más aceptación entre las habitantes de mi explotación, consistente en un barril metálico usado y cortado longitudinalmente en dos mitades.
A la sazón tuve que discurrir un nombre para mi lombrirrancho. Después de sopesar varias opciones en español (Ciudad Lombriz), inglés (Worm City), latín (Civitas Vermium) y alemán (Regenwurmstadt) opté por, ya saben, lo clásico: el griego. Así que quedó bautizado como Helmintópolis.
Y en esta pesquisa escatológica es donde entra en escena mi vehículo, adaptado para la ocasión. Hoy, a las 4 de la tarde, saldré ilusionado en mi bici a la búsqueda de la caca que convierta Helmintópolis en un agradable cantón de lombrices dicharacheras, sonrientes, rumberas y, con suerte, amantes de la deglución de los residuos de mi jardín.
Ahora que todo encaja, me voy a tumbar un rato al sol. Compermiso.
En el municipio de Acajutla, el día de mi por desgracia patrona (santa Tecla), por la tarde.
Mus