Ayer estaba viendo el documental que los de La 2 tienen a bien emitir a la hora posprandial para facilitarnos una siesta sin sobresaltos. Uno escucha esas voces en
off, dulces, suaves, neutras, de dicción impecable y entonación sublime... y claro, entra una modorra incontenible que se desata por los recovecos del sistema límbico, del hipotálamo o como coño se llame la estructura cerebral que nos mantiene despiertos (o dormidos, que en el fondo viene siendo lo mismo). Es como la abuela que te relata con amor el cuento del enano saltarín y, como es de prever, uno se sume en la nada como Pichí en las fauces de Niebla.
Antes de dedicarme al único amor físico que parece estarme permitido, el onírico, oí cómo la narradora decía algo sobre unas iguanas marinas que se lanzan impertérritas a las olas batientes para bucear unos metros y comerse las algas que crecen pegadas a las rocas del fondo, y decía que a ello las había impulsado la necesidad.
Hay dos errores frecuentes en la interpretación del evolucionismo. Uno es que sobreviven los más fuertes; el otro es que los animales evolucionan impulsados por la necesidad.
Ninguno es exactamente así. Los más fuertes desaparecen igual que los débiles si no pueden reproducirse en condiciones óptimas, y para reproducirse no basta la fuerza sino que hacen falta muchas características. Por otro lado, no es que los animales evolucionen por necesidad, sino que la necesidad (el término usual es
presión selectiva) selecciona a aquellos que, por azar, sin haberlo buscado, cuentan con más herramientas para sobrevivir --y por tanto perpetuarse-- en situaciones de presión selectiva.
La iguana que por azar cuente con cierta capacidad de natación (por ejemplo) podrá aventurarse en el mar y descubrir un mundo prístino de verdura marina con la que solazarse y llegar arriba con la panza llena y ganas de hacer familia numerosa con muchas iguanas que le hagan ojitos. Cuando una sequía disminuya el alimento disponible en la tierra, las iguanas procedentes de aquella estirpe, que habrán seguido usando ese recurso que no se ve afectado por la sequía, sobrevivirán mejor que las otras y, con el buche ahíto, podrán copular como bonobos y transmitirán esa cualidad obtenida al azar, que a su vez podrá perfeccionarse con sucesivas alteraciones positivas aparecidas también al azar. Las variaciones indeseables, es decir, aquellas que por el motivo que sea dificultan la procreación de la sangre portadora, se eliminan por sí mismas; las neutras, que no suponen favor ni detrimento, permanecen en el limbo de las eras, diluyéndose a la espera de alguna situación que las haga ser favorables o desfavorables; y las deseables se quedan y prosperan a base de polvos sin cuento. Todo es pura casualidad y cuestión de esperar unos cuantos millones de años.
El método más ingenioso para conseguir la variedad de la que se beneficia la especie (aunque algunos de sus individuos no salgan precisamente favorecidos) es la creatividad, en forma de... ¡sexo! Bueno, no sexo en realidad, sino reproducción sexual, estrategia que compartimos con seres vivos tan bellos como los
Equus asinus y tan repulsivos como las
Brassica oleracea, var. gemmifera, pero como lo que vende es el sexo y no la reproducción sexual, pues yo intento arrimar el ascua a mi
Sardina pilchardus.
El lenguaje no es muy diferente a la vida. Las palabras son en cierto modo seres vivos: nacen, se reproducen y mueren, y lo hacen en condiciones semejantes de presión selectiva, si bien es cierto que esta evolución es en ciclos cortísimos (nuestro idioma apenas tiene mil años, y la forma en que hablamos hoy día apenas tiene ochenta o cien años). Aunque a nuestros ojos efímeros nos resulte importante la desaparición de una especie animal o vegetal u otra, lo cierto es que es algo inconsecuente en términos biológicos. Algo parecido sucede con las palabras: muchas han desaparecido, que es lo que sucede cuando alguna palabra no se usa; otras significaban algo y ahora significan otra cosa; otras son nuevas, inventadas; otras tomadas de gentes de costumbres diferentes, ya más bárbaras o más refinadas; todas cumplen un papel (aunque no sea más que el de ejercer de sistemas de presión selectiva) y todas son buenas, aunque sean feas o chocantes, porque permiten que alguien comunique algo, que es de lo que se trata.
En nuestros delirios maniqueos tendemos incluso a pensar que hay lenguajes mejores y peores. Todo tontuna, como la de pensar que los seres humanos, o cualquier otra especie, tiene más valor o "grado de evolución" que otra. Enterémonos: un mosquito no es menos perfecto que un ser humano. Simplemente ocupa posiciones diferentes en el sistema general. Si su tarea es chupar sangre y reproducirse a millones, ¿cómo podemos creer que son poco perfectos y al mismo tiempo defendernos de ellos con mallas, aerosoles y cachetadas?
Soñado en Madrid, el día de san Avito (abad), durante la siesta.
Mus