Dulzor
Ayer me emocionó un libro.
Su contenido es irrelevante y, a decir verdad, su desarrollo me pareció como el de la maldición de los diccionarios, según la cual los autores son prolijos con las primeras letras del abecedario y luego van perdiendo fuelle y acaban poniendo cuatro cosas de compromiso en la zeta. El autor del libro que leí dedica páginas y páginas a describir con minuciosidad una fase de la vida del protagonista y, cuando la agota, va pasando como una exhalación por todos sus otros pormenores vitales para poder darle la puntilla al propio protagonista y al libro y salir a cobrar sus derechos de autor.
El libro me emocionó porque me lo leí. ¡Una novela entera! Dada la escasez de lectura que me caracteriza, es todo un récord, lo que resulta muy pertinente en estos días olímpicos.
Cuando terminé, salí a la terraza, me serví una copa de vino chileno, miré el mar en calma con el reflejo del sol poniente y me eché a llorar. Lo hice con tino, despacio y sin hipos ni aspavientos, pero lo hice con tan poca ciencia y tanta pasión que algo no funcionó según lo esperable. Pronto noté que las lágrimas no terminaban de salir de mis párpados. Yo sentía que lloraba, pero no notaba el correr de líquido alguno por mis mejillas sino que sentía un atasco, una pasta o puré, un haber sin fluir. Le di chance a mi fisiología y finalmente un lagrimón se desprendió y lo noté caminándome por el rostro.
Aquello seguía sin ir bien. Se supone que las lágrimas no caminan sino que corren y aquella gotícula avanzaba demasiado despacio. Esperé sereno y cuando por fin el hoyuelo de mi mejilla recogió la lágrima y la canalizó a la comisura de mis labios, noté un sabor especial. Sin poder contenerme, lancé mi mano a la cara para recoger el líquido y llevármelo a la lengua y así descubrí que estaba llorando miel. Aproveché otra lágrima que apenas había partido de mi ojo y se esforzaba por superar el reborde de mi órbita. La retuve en un dedo y la observé: era dorada y espesa, como la miel; la puse en mi boca: era redulce y aromática, como la miel. En fin, era miel.
Nunca había llorado miel antes, pero me pareció interesante y seguí llorando. Conforme lloraba más, aquellas gotas sacarinas se fueron fluidificando un poco y al rato tenía la cara llena de churretes pringosos, las manos con una fina capa de melaza y la boca empalagada. El dulce episodio continuó por alrededor de diez minutos, durante los cuales dejé de ver el atardecer, que se convirtió en un borrón de luz que mezclaba el acero de la lámina del mar con la verdura de los cocoteros.
Cuando terminé mi llanto melífero me llegué a tientas al lavabo para lavarme la cara y quitarme todo aquel glúcido facial. Me miré los ojos con detenimiento en el espejo de maquillaje pero no les vi nada raro. Eran mis ojos de siempre, del mismo color café de siempre, aunque ahora estaban un poco irritados por la llorera y había algunos residuos ambarinos adheridos a las pestañas, que se doblaban por el peso. No sabía qué pensar, así que dejé a un lado la perplejidad, me fui a la cama y, como ya no tenía libro que leer, me eché a dormir sin darle más importancia.
Esta mañana levantarse ha sido más duro que de costumbre porque tenía los párpados pegados y unas legañas de caramelo que hubieran valido para endulzar el café. Como no tomo café ni nada, me he limitado a lavarme bien la cara para quitármelas y me he puesto a escribir lo sucedido.
Aún no me lo explico. ¿Sería por el libro? Bueno, sea lo que fuere, voy a trabajar y a pasar página. Al fin y al cabo, con tanta amargura por el mundo, llorar miel no puede ser algo grave.
En cayo Carenero, el día de san Juan María Vianney (presbítero), por la mañana.
Mus
4 Comments:
¿Por qué...?
Sí, tienes razón.
pena que fueran de miel...´
un saludo "salado"
Uy, ¿y por qué la pena? Habría sido mucho peor que hubieran sido de tonicachués.
Digo. :)
Publicar un comentario
<< Home