30 enero 2010

Dolor

Soy a los niños lo que el Grinch es a la Navidad.

Ayer tuve una experiencia mística: leí un cuento a una niña. En catalán. La Caputxeta Vermella. Olé.

Es evidente que me falta mano con los pequeñuelos. Al fin y al cabo, décadas y décadas de alejamiento de ellos pasan factura. Algo no debí de hacer bien en el tono, la pronunciación o la estrategia narrativa, porque cuando acabó el cuento tras varios bostezos e intenté proseguir mis empeños con El flautista d'Hamelín, mi víctima hojeaba la Crítica de la razón pura de Kant con el interés indisimulado propio de las criaturas.

A pesar de mi naturaleza herodésica, esto me dolió. Que uno intente estimular la imaginación infantil superando las dificultades con el idioma y prefieran leer a Kant, duele.

Me gusta mucho el catalán. No lo he aprendido porque sé que es tontuna aprender un idioma si no lo vas a usar con frecuencia, sobre todo este que tan fácil es mezclar con el español y el francés cuando uno no lo mama desde chiquito. Creo que cuando regrese de América, en lugar de quedarme en Madrid me voy a venir una temporadita por estos lares y así podré aprenderlo y practicarlo.

En Barcelona, el día de santa Jacinta de Mariscotti (abadesa; de delicioso nombre, añado) por la mañana.

Mus

19 enero 2010

¡Que no!

Amadores desdichados
que seguís milicia tal,
decidme qué buena guía
podéis de un ciego sacar,
de un pájaro qué firmeza,
qué esperanza de un rapaz,
qué galardón de un desnudo,
de un tirano qué piedad.

Déjame en paz,
amor tirano,
déjame en paz.
Luis de Góngora
En Madrid, el día de san Canuto (rey) por la tarde.

Mus

12 enero 2010

Personajes

Lo malo de hacerse viejo con cada nuevo año nuevo es que se pone uno nostálgico. Ya me veo provecto, rodeado de nietos y contando senilidades que a nadie interesan.

—Pero, ¿usted tiene hijos?
—No, no los tengo, ¿y qué? ¿Es que ya no va a poder uno imaginarse como quiera?

Pasé una sobremesa agradable con unos amigos, sentados delante de los restos osteoconjuntivos de una pierna de cordero (que en su etapa musculada había estado algo seca, a mi ver), recordando batallitas de nuestras escapadas de esquí y evocando anécdotas de cierto conocido muy querido para los tres, alguien que nos enseñó mucho sobre la nieve y también fuera de ella. Un auténtico personaje, a quien si no hay incidencias volveré a ver este año, en la Argentina.

Con la plática recordé aquél domingo en que me llamó bien de mañana para decirme que estaba tirado en medio de un gran charco en la carretera de Colmenar. Me acerque allá y decidimos —madre mía, qué sudores me dan solo de pensarlo ahora— que lo más conveniente era empujar su autoinmóvil hasta Pozuelo... con mi automóvil, claro. Llamar a una grúa estaba fuera de discusión porque hubiera costado una plata, y total, para qué. Me coloqué detrás y fui empujando a su auto, a una velocidad casi normal, los cuarenta o cincuenta kilómetros que calculo que habría hasta su casa. Sí, a veces nos despegábamos a una velocidad considerable, pero poniéndole atención conseguía siempre restablecer el contacto y seguir empujando sin abollar mi auto ni el suyo. ¡Y sin que nos detuviera ningún agente del orden!

Según conversábamos y rememorábamos, enlazaba la vivencia con una charla reciente sobre los motivos que nos empujan a intentar conocer a otras personas, y a su vez me vino a la memoria el caso de otro personaje, un amigo de mi hacedor, a quien ahora que ha muerto (el amigo, no mi hacedor) sé que tuve la fortuna de conocer aunque distara mucho de ser un modelo social a imitar.

—¿Modelo social a imitar?
—Sí, “a imitar”, ¿qué pasa?
—No, es que es una estructura galicada y yo...
—Galicada, galicada... Pero bueno, mujer, ¿es que no tiene otra cosa mejor que hacer que andar con critiquillas de holgazana por mi afrancesamiento morfosintáctico incidental?
—Bueno, yo...
—De bueno nada, joder; váyase usted a la mierda un rato y no me líe, que se me va el hilo.
—Vale, le pido disculpas; siga usted, siga.

Aquel hombre era un portento natural, otro personaje singular. Se sabía cada sendero de la sierra y leía las muestras del guarro hasta en las peñas desnudas. Si el corzo había dormido en ese manchón de encinas y labiérnagos, él lo sabía; si el pato no venía ya al dormidero porque se había quedado a dormir en la laguna de Villafranca, él estaba al tanto; si la cierva andaba aún vacía y en celo en mitad de octubre, él lo olía, y sabía quién había sido el venado impotente causante de la desdicha; si la aurora iba a llegar con niebla y no iba a haber forma de pegar un tiro, su hígado se lo avisaba y él ni se movía de la cama. Total, para qué.

Era un cazador como ninguno, de esa gente que comprende el orden natural y percibe las relaciones de los bichos y su medio con la misma naturalidad con que el ajedrecista perito prevé la muerte inevitable de su rey en cuatro jugadas.

Lo que tenía de gran cazador lo tenía de mal bicho en lo humano: chismoso, enredador, liante, traidorzuelo y, curiosamente, cobarde ante la muerte. Él, que dio pasaporte a miles de seres vivos sin pestañear —aunque también sin crueldad, todo hay que decirlo—, tenía tal miedo a morir que, cuando llegó su momento —el mero mero—, el médico decidió que era mejor tenerlo engañado, y lo consiguió durante los pocos días que duró el tránsito.
Y pues de vida y salud
hicisteis tan poca cuenta
por la fama,
esfuércese la virtud
para sufrir esta afrenta
que os llama.
Él nunca se esforzó en eso. Total, para qué.

Hay por el mundo mucha gente interesante a quien no conoceré, y también hay muchas cosas interesantes que nunca llegaré a saber de las personas a quienes ya conozco. Ni modo; se hace lo que se puede. Los esfuerzos deben reservarse para lo crucial.

—Entonces, ¿nos desnudamos ya?
—Sí, yo creo que sí, que ya lo está pidiendo la tierra.
—¿Con porno?
—Bueno, a ver qué tal.

En Madrid, el día de san Benito Biscop (abad) por la tarde.

Mus