26 abril 2010

Salir del armario

Hace unas semanas conocí a cierta dama mexicana que tuvo a bien compartir conmigo algunos secretos íntimos sin necesidad de quitarse ropa alguna en mi presencia. No creo que haya que llegar a esos extremos; es decir, creo que bien pudo quitarse la ropa, ya que tan apetitosa se veía, que uno es romántico irremediable, pero no tonto. En cualquier caso yo se lo agradecí mucho porque los grandes secretos que se nos revelan suelen traer aparejados no menos grandes conocimientos, tanto ajenos como propios.

Tras mucho analizar, harto cavilar y asaz meditar los pros y los contras, seguí mis hábitos incorregibles y decidí inconscientemente dar un paso al frente y contarlo todo sobre mi vida amorosa. Y cuando digo todo, es todo. No me dejaré nada en el tintero: me abriré al mundo, saldré de este estrecho e incómodo clóset, armario o placard.

Como el paso no es fácil de dar, he decidido también comprarme un cochecito de golf que me ayude a recorrer el camino. Si alguien tiene uno a la venta, haga el favor de ponerse en contacto conmigo. Ojo: cuando digo contacto no me refiero a cochinadas (que también podrían contemplarse si se dan ciertas circunstancias, no voy a cerrarme), sino solo a escribirme un casto mensaje de correo electrónico proponiendo la transacción.

Pero antes de la digresión decía yo que el paso no es fácil. Exponer al juicio público las andanzas carnales y sentimentales de este ser mortal que les escribe es arriesgado para el susodicho ser mortal que susodichamente les escribe, y ello por motivos cuyo fundamento y razón están tan claros que huelga explicarlos.

—Oiga, ¿seguro que quiere contar algo?
—Seguro.
—¿Y por qué no empieza, alma de cántaro, y se deja de monsergas?
—Mire, si va a empezar presionándome, esto va a salir remal, ¿eh? Déjeme que vaya yo a mi ritmo, aire y paso, leche.
—Bueno, prosiga y no se enoje, hombre, que no es para tanto.

En definitiva, voy a contar la historia de mis novecientas cuarenta y siete amantes y de lo que con ellas me aconteció, sin dejar siquiera una, aunque por motivos prácticos es probable que a algunas las junte en una misma narración y así, al tiempo que espanto el aburrimiento de la audiencia lectora, doy cabal cumplimiento a mis fantasías pendientes de sexo grupal, de morunidad, de titularidad de un serrallo.

Empezaré por el principio, que en realidad fue una principia y se llamaba, por ejemplo, Soraya.

Soraya era todo lo que un muchacho despistado de doce años puede desear: no parecía una chica, no sabía nada sobre sexo y, aún impúber, lo único que sabía lo tenía tan poco claro que a efectos prácticos era por completo ignorante. Lo que más le importaba todavía a Soraya, quizá lo único, era perseguir grillos en mi compañía y hacer ranas con piedras volantonas en alguna charca, o entablar una guerra de panochas de maíz peladas que se pudrían en una esquina de la era. Su desconocimiento de la vida preadulta era equiparable al de s. s. s. q. b. ss. pp., cuyo interés por aquel entonces se centraba no menos exclusivamente en los bichos rastreros y los lanzamientos hidrolíticos, y a quien los incipientes y disparejos botones mamarios de su compañerita y los cataclismos hormonales que permitían pronosticar le pasaban tan por alto como la teoría general de la relatividad.

Todo era felicidad, ¡oh, infancia que no volverás! Un día, asomados a un pozo rural en el cual dejábamos caer piedras por el mero hecho de verlas desaparecer, le descubrí mi estado y ella me correspondió y me llenó de gozo el alma. Mi declaración y el consiguiente juramento de amor eterno se atuvieron a un método sencillo, al grano y eficaz:

—Soraya, ¿mañana estarás en la era por la tarde?
—Sí, Mus, allí estaré: mañana y todos los días.
—Eh, mira, ¡un pollo de urraca se ha caído del nido! ¡¡Vamos a verlo!!
—Sí, vamos, ¡corre que yo llego antes!

Y dicho y hecho, ella llegó antes. El pollo de urraca creció durante dos días y después se cubrió con el ala, languideció y se murió sin más, acaso como premonición del brusco final de nuestro amorío infantil. Al año siguiente, y durante muchos años por venir, muchos más que los que habrían sido deseables, yo seguí centrando mis afanes en deslizar con arte aquellos cantos planos sobre las láminas de agua estancada, en rescatar pollos desangelados y en sacar de sus agujeros sabandijas quitinosas, y me pregunté muchas veces qué habría sido de mi amada, que jamás volvió a aparecer por aquella era de proyectiles semipodridos que nutrió nuestras pasiones.

Un día la vi apenas unos segundos en el trajín de los carritos chocones de la feria del pueblo, pero a veces me convenzo de que fue un espejismo, porque cuando me acerqué ya no estaba. Me llevó años, muchos años, averiguar que la causante del primer desdén que sufrí a manos de las mujeres fue una ropa interior que se le achocolató de improviso a Soraya apenas dos meses después de que rescatáramos al pollo moriturus.

Nunca volví a verla. Desapareció para siempre y lo peor es que a mí me empezó a costar trabajo cazar grillos. Ingrata...

En el municipio de Acajutla, el día de san Isidoro (obispo y doctor de la Iglesia) por la noche.

Mus

5 Comments:

Blogger curiosísima manifestó al respecto que...

Ahh pero eso no es que vayas a salir del armario, eso es que vas a meter en él a tus amantas.

Mucho más divertido, dónde va a parar!!

Espero ansiosa las entregas...

28/4/10 6:15 a.m.  
Blogger Macondo manifestó al respecto que...

Soy muy curiosa así que, a medida que vayas creciendo en entregas, conoceremos tu visión del segundo sexo.

28/4/10 2:02 p.m.  
Anonymous Ratita de ciudad manifestó al respecto que...

Suena bien eso del carrito de golf.
Si algún día no funciona bien avísame y te doy un empujoncito.

30/4/10 7:04 p.m.  
Blogger chuliMa manifestó al respecto que...

jajaja...mejor, mejor,mejor me callo lo que toy pensando

Beshitos

1/5/10 1:34 p.m.  
Blogger Berenguer manifestó al respecto que...

Más madera! Más madera!

26/5/10 6:49 a.m.  

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