Via restaurantis (sección gastrosensual): primera estación
Ha unos días se produjo un hecho insólito: una mujer bella como las auroras boreales, inteligente cual pocas, simpática cual ninguna y portadora de un cuerpo de escándalo más propio de una portada de magacín que de la compañía de s. s. s. q. b. ss. pp. me invitó a comer. Hoy daré nombres, hágase la luz: es mi amiga Chichi. No es coña, es su hipocorístico.
Y no crean, no, que me llevó a cualquier chigre infecto de los que suelo. Tratose nada menos que de Mugaritz, un restaurante sito en medio del campo guipuzcoano y al cual una revista del rubro acaba de elegir como el cuarto mejor restaurante del mundo. Vamos, que solo me faltó llevar corbata (y ser guapo, lo admito).
Nunca hablo de mujeres, pero si no cuento esto, reviento; así que aquí iré lanzando mi crónica, plato a plato, estación a estación, para que vean lo que es sufrir.
Primera estación: Mus es sentado a la mesa para deglutir un aperitivo inicial
Al poco de sentarme, a mi amiga como que se le cae la servilleta, pero se nota que lo ha hecho adrede para que se le deslice el tirante del vestido y el esfuerzo de agacharse genere en mis fóveas retinianas una amplia e impactante visión de su escote soberbio. Se me erizan los pelos un poco pero unas papitas asadas de textura crocante por obra y gracia de un recubrimiento de caolín (¡!) azul cortan en mi sistema nervioso autónomo la horripilación incipiente. En unos segundos descubriré que el suave alioli que las acompaña me evoca algo muy mío de lo que no pienso hablar pero tampoco es necesario porque se lo imaginan. El mesero que nos las trae es muy amable y nos avisa que lo de abajo de las papas son piedras, rulos, cantos, y que no nos las vayamos a querer comer. Por precaución nomás, avisa atento.
Escrito en un vuelo de Continental Airlines el día de san Fidel de Sigmaringa (presbítero y mártir), por la noche.
Mus
Y no crean, no, que me llevó a cualquier chigre infecto de los que suelo. Tratose nada menos que de Mugaritz, un restaurante sito en medio del campo guipuzcoano y al cual una revista del rubro acaba de elegir como el cuarto mejor restaurante del mundo. Vamos, que solo me faltó llevar corbata (y ser guapo, lo admito).
Nunca hablo de mujeres, pero si no cuento esto, reviento; así que aquí iré lanzando mi crónica, plato a plato, estación a estación, para que vean lo que es sufrir.
Primera estación: Mus es sentado a la mesa para deglutir un aperitivo inicial
Al poco de sentarme, a mi amiga como que se le cae la servilleta, pero se nota que lo ha hecho adrede para que se le deslice el tirante del vestido y el esfuerzo de agacharse genere en mis fóveas retinianas una amplia e impactante visión de su escote soberbio. Se me erizan los pelos un poco pero unas papitas asadas de textura crocante por obra y gracia de un recubrimiento de caolín (¡!) azul cortan en mi sistema nervioso autónomo la horripilación incipiente. En unos segundos descubriré que el suave alioli que las acompaña me evoca algo muy mío de lo que no pienso hablar pero tampoco es necesario porque se lo imaginan. El mesero que nos las trae es muy amable y nos avisa que lo de abajo de las papas son piedras, rulos, cantos, y que no nos las vayamos a querer comer. Por precaución nomás, avisa atento.
Escrito en un vuelo de Continental Airlines el día de san Fidel de Sigmaringa (presbítero y mártir), por la noche.
Mus
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