27 agosto 2006

Bajo la piel


Tirado en la cama, haciendo esa actividad solitaria (a veces grupal) que tanto me gusta: nada. Agarro mi guitarra e intento sacarle las notas a Under my skin, la canción de Sinatra que tanto me gusta desde que la oyera cantada por Gabino Diego en Los peores años de nuestra vida, una deliciosa comedia sobre el amor juvenil.

El título refleja la somatización del amor, y por ende ayuda a describir lo que tan difícil es de explicar: el amor mismo. Suele ubicarse al amor en el corazón, y es cierto que la congoja amorosa provoca palpitaciones, pero creo que con más tino debe describirse el enamoramiento como una sensación subcutánea: ese escalofrío, ese horripilamiento, ese estremecimiento pancorporal que provoca la visión de la persona amada, y aun el mero pensamiento en ella, su recuerdo. La piel es nuestro órgano táctil, un órgano de cerca de dos metros cuadrados capaz de distinguir pequeñísimos cambios de presión, calor o frío, dolor o cosquilleo... El sitio perfecto para cobijar el amor.

-Tú, ¿donde sientes el amor?
-Yo en la panza.
-Ah, pues no está mal.
-¿Y tú?
-Yo bajo la piel.
-Uy, la piel, ¡mucho mejor, dónde va a parar!

El corazón está demasiado ocupado; el hígado es un lugar lleno de venenos y vertidos industriales del organismo; los riñones quedan a desmano y la verdad es que ubicar al amor en una de las depuradoras del cuerpo queda poco romántico y debe desecharse por tal; el estómago es un lugar poco cómodo por su acidez, aunque puede ser el lugar ideal para el amor corrosivo, y cualquier espacio digestivo que vaya más allá del píloro creo que puede catalogarse como espacio pastosito -cuando no de plano fecal-, y la verdad es que tanta bacteria, materia y arteria resulta poco apropiada para la re amorosa; poner al amor en los genitales es de máxima estupidez, como lo sería ponerlo en los sesos (¿qué tiene que ver el amor con el cerebro?).

La piel es sin duda el lugar bajo el cual el amor tiene sus reales: terso a veces, rugoso otras, renovándose a diario como los hace el buen amor, con su dosis de lubricante natural, con sus granos, lunares, pelos e imperfecciones, con sus arrugas que denotan los otoños de la pasión, que a casi todos nos llegan. Llegado tal otoño, la piel puede estirarse y hacer así que el amor que se aloja cabe ella busque nuevas posibilidades, nuevos reacomodos, o incluso que salga por la incisión y deje paso a un nuevo amor, con sus nuevas descargas simpáticas en una piel siempre virgen a la novedad.

Vengo desde hace un tiempo sintiendo al amor bajo la piel. La cuestión es qué voy a hacer ahora, aparte de tocar la guitarra.

En la península de Yucatán, el día de santa Mónica, a media tarde.

Mus

21 agosto 2006

Algo de guitarra y nada de sexo (como de costumbre)


Hoy regresamos a la escuela, y la maestra nos pidió que escribiéramos un ensayo de tres hojas sobre nuestras vacaciones. Todo parecía transcurrir con calma hasta que la maestra fijó su atención en mí, puso cara de asombro y se acercó rauda y con decisión a mi mesa.

--¿Qué hace usted aquí?
--Intento escribir un ensayo que acaba de pedirnos.
--Me refiero a qué hace aquí, en el salón de cuarto de primaria, si parece tener no menos de 30 años.
--Gracias por el cumplido, maestra, es usted un amor: tengo 40. En cuanto al motivo, razón o justificación de mi presencia aquí, le confieso que es usted. La amo, y había venido a decírselo.
--No diga tonterías... Yo no lo conozco, ¡no nos habíamos visto nunca!
--Eso es cierto, no había caído en ello. Pero no importa, porque al verla me han entrado ganas de cantar, de reír, de amar al mundo entero, y me ha entrado en el ombligo una sensación incómoda pero agradable al mismo tiempo. Maestra, he decidido pedirle que se case conmigo. ¿Me acepta? Por supuesto, puede acabar la clase antes.
--¡Usted está loco! Ande, váyase antes de que llame a los policías y lo corran de acá a patadas. Se ve que está usted un poco trastornado, pero no parece mala persona.
--No, maestra. ¿Y no me dejaría quedarme siquiera hasta la salida de la escuela? Mire mi ensayo, ¿le gusta?
--Mmmm, a ver... Bueno, parece lindo, pero no es lo que pedí, sino una carta de amor. Me siento apenada de esto que usted me escribe, aquí delante de mis alumnos.
--Es que escribía lo que sentía, y como de todos modos no he tenido vacaciones, no sabía qué escribir y pensé que le gustaría saber cuánto la amo.
--Bueno, quédese, luego platicamos. ¿Su nombre es...?
--Mus. Me llamo Mus. Como los ratoncitos, ya sabe.
--Bueno, Mus, cuando acabe la clase hablamos. Es usted un hombre extraño, pero ahora debo ocuparme de estos escuincles.
--Claro maestra, qué lindo trabajo el suyo: desasnar criaturas.

Ésta será mi mujer esta noche, porque me gustan sus labios regordetes, su pelo negro como el carbón negro, sus ojos café torrefacto y su piel maya tostada; porque en la excitación se le abultaron los tubérculos de Montgomery tanto que incluso les puse nombres; porque respira y me quita a mí el aire y necesito que me lo infunda a besos; porque su corazón me palpita en el pecho y me hierve la sangre como si me hubieran metido diez habaneros por vía intravenosa y tuviera el cerebro enchilado; porque esas curvas tienen dueño, y ella lo sabía tan pronto como acudió a mí, y yo supe que lo sabía. Y porque estamos hechos para unirnos esta noche y matarnos a caricias de muerte, y a despertarnos juntos y hacernos unos chilaquiles entre besos nomás para dejar que se enfríen en la mesa mientras regresamos a la cama entre arrumacos a seguir con nuestro frufrú recién estrenado, nuestros mordiscos en las orejas, nuestras manos en todos lados y nuestros apapachos y abracitos de tamal.

Pero la maestra no vino esta noche y yo me quedé esperándola en vano. Me había engañado, me entristecí y en mis oídos retumbaron todos los boleros, todas las canciones de desesperanza que han existido y quizá muchas que nunca serán. Y así sigo, tocando en mi guitarra destemplada la melodía rencorosa de No volveré, intentando entender qué hacía yo en esa escuela, a mí que jamás me gustó el colegio, ni estudiar, ni mucho menos el primer día de clases.

En fin, que de sexo, nada. Ni modo: me abrazaré a la guitarra que, aunque no suena muy linda, es de curvas agradecidas.

En la península de Yucatán, el día de san Pío X, papa, anocheciendo.

Mus

06 agosto 2006

Por fin, un tropo

Pues sí, el primer tropo de esta bitácora tropical. Y no es un tropo cualquiera: es un tropazo. Se llama aliteración, y consiste en la repetición forzada y buscada de un sonido en un breve segmento de texto. Concretamente, según algún famoso diccionario de español, es la «repetición notoria del mismo o de los mismos fonemas, sobre todo consonánticos, en una frase». A veces sirve para dar expresividad a un pasaje, pero para mí que muchas otras veces se trata de un ejercicio de virtuosismo, un divertimento. Cabe la posibilidad de que en realidad yo lo conozca sólo de obras cómicas o ligeras, y que por eso crea lo que creo. Pero poco importa.

Miren esta canción del Chava Flores, que canturreo a menudo para tormento de mis vecinos:

La otra noche fui de fiesta en casa 'e Julia,
se encontraba ya reunida la familia:
Mari Pepa, Felícitas, Luz y Otilia
y Camila que alegraba la tertulia.

Mientras Lupe daba al niño su mamila,
doña Cleta pidió una botella a Celia;
nos formó a los de confianza dos en fila
y brindamos con charanda de Morelia.

Después Amalia puso la vitrola
y le tupimos a la danza ahí hechos bola;
había un cadete que celaba a Chelo,
mas la canija con Gaspar se daba vuelo.

Después nos dieron sangüichitos de jalea,
a unos el ponche y a los tristes Coca Cola;
como la gata pa' servir ni se menea
yo me llevé hasta la cocina mi charola.

Ahí me encontré con los amiguitos de Ofelia
que a contrabando habían pasado su tequila,
nos aventamos unas copas tras la pila
y por poquito ya mero nos cae Amelia.

Luego pidieron que cantara Lola
y soportamos 'Ya te doy la despedida';
después tía Cleta tocó la pianola
pa' que no hablara le dimos buena aplaudida.

Yo me hice fuerte y les canté la 'Carta a Eufemia',
que me echo un gallo y un changuito me vacila,
que me le arranco pero me detuvo Ugenia,
si no, en el limbo ya estuviera haciendo fila.

Pero ya estaba digerida la jalea,
pos la mujer del general me hacía la bola;
fue con el chisme la metiche de Carola
y vino el viejo y que comienza la pelea.

Se armó el relajo, sacó la pistola,
yo, precavido, me escondí tras la pianola;
llego la julia, pos la llamó Lola
y pa'la cárcel nos llevaron hechos bola.


No me dirán que no se nota la repetición de ese sonido, tan ligero, tan dado a lo informal. Esta canción es deliciosa, y se la recomiendo mucho a todos, pero particularmente a quien no la haya oído antes.

Un ejemplo de aliteración con intención expresiva, de corte irónica, de guasa y cuchufleta, es este pasaje de La venganza de don Mendo:

ABAD.– Caballeros, escuchad.
RAMÍREZ.– Escuchad, que habla el abad.
ABAD.– Un consejo permitid,
en nombre de la piedad
de la que soy adalid
como abad y por edad.
PERO.– Decid, don David, decid.
NUÑO.– Hablad, buen abad, hablad.


Por cierto, qué difícil es decir la de final en español, ¿eh? Bueno, al menos, a poco que uno vaya con prisas hablando, como me sucede a mí. Ni modo.

Me gustan las aliteraciones. Me gustan mucho y se las agradezco siempre mucho a quienes las escribieron y permitieron así que yo me topara con ellas. También me gusta mucho comer alitas de pollo y pringarme de grasita los dedos, pero es algo que no viene a cuento y, en todo caso, no puedo hacerlo por Internet.

En la península de Yucatán, el día de san Lorenzo, diácono y mártir, por la tarde.

Mus

Aniversario, cumpleaños o efeméride


Pues sepa vuesa merced que aquesta semana que a punto de comenzar tenemos, cumple el que esto humilde suscribe su primer año de vida tropical.

Mi salida del asfalto, el humo y el ruido citadino se produjo un cinco de agosto, después de pagarle una mordida de 100 pesitos a un poli metropolitano que, aun cuando su mamá era sin duda una santa, era un grandísimo hijo de puta que se aprovechó de mi debilidad momentánea (mi coche estaba atestado de todas mis pertenencias y no sabía por qué parte del maremágnum andaba mi licencia de manejo) para, con la excusa de que no podía trasladar mis cosas sino que eso debía contratarlo a una empresa de mudanzas autorizada (sic), atracarme sin piedad en la esquina de Circuito Interior y la calzada Ignacio Zaragoza. Aquello me hizo sentir realmente mal: salía feliz como perdiz en busca de una vida completamente nueva y un ijoesumadre me amargaba la vida como los abusones de la escuela se la amargan a los más débiles. Como es natural, echele una maldición, y a estas fechas espero que se haya cumplido y esté gastándose su magro peculio en inhibidores de la fosfodiesterasa 5, necesidad la cual espero que le dure el resto de sus días. Por cabrón.

Después de un breve receso en la heroica ciudad de Puebla, etc. para dar una plática en la que, con mi maestría sin par, conseguí aburrir a absolutamente toda la audiencia, continué mi camino y, tras atravesar longitudinalmente medio estado de Veracruz y disfrutar de sus interminables pantanos, piélagos, aves de marisma, cañaverales dulces y plantaciones de piña tropical y de... [acá el lector busca en su guía Roji para obtener informes sobre el itinerario, que no hay muchos], dieron mis viajeros huesos en pasar noche en una ciudad fea, desangelada y sin encanto: Ciudad del Carmen, en el estado de Campeche. Para quien comparte mis defectos, o al menos uno de ellos como es esta codería selectiva, la susodicha población tiene además una pega insalvable: para entrar en ella por carretera, hay que pagar. Resulta que está situada en una isla a la que se accede por una larga puente sobre el mar, una de esas que los gringos llaman cosgüey y que nosotros llamamos puente, como al resto de las puentes. Y ésta es una puente de pago. Así que si llegas por carretera, te jodes y pagas. Y cuando estás pensando lo jodido que estás y las ganas que tienes de marcharte, entonces es peor, porque te subes al auto, prendes el motor, aceleras a fondo y llegas a otra puente, de salida, ¡también de pago! Era de esperar. En fin, que me marché. Espero que nunca se les acabe el petróleo a los habitantes de esta ciudad, porque si alguna vez sucede algo así, les va a costar un esfuerzo más que notable rehacer la ciudad para que tenga atractivo y alguien quiera ir. Les deseo suerte, en todo caso, porque sé que se trata de una manía personal, ésta de la repugnancia por el pago de la entrada a las ciudades por carretera.

Salí al día siguiente, al alba y sin desayunarme, previendo que acaso podría comer bocado por el camino, aunque luego no encontré nada que me apeteciera y seguí mi ruta hasta Escárcega, ciudad que se autodenomina, yo creo que con bastante razón y motivo, la puerta de entrada al mundo maya. No tengo nada que decir sobre Escárcega, aparte de que cocinan con sensatez y hacen los huevos estrellados como debe ser: aceite abundante y caliente pero no muy humeante, clara blanca y yema fluida. A su amor, con cariño. Unos huevos estrellados bien hechos hacen bien a las tripas de cualquier persona de bien. Bien, sigamos adelante y dejémonos de reiteraciones.

Llegué a mi lugar de destino en la península de Yucatán el día 8 de agosto del 2005, día notable por ser siempre dominical: es santo Domingo de Guzmán, pbro. Desde entonces apenas he hecho cosa que de contar sea, lo que quizá se asemeje peligrosamente al resto de mi vida. Sin embargo, cada mañana me despierto y veo luz, colores, y oigo las olas, e incluso viví la experiencia de un huracán de buen tamaño. Como todo el mundo sabe (y a mí me remoquetean crueles mis amantes), el tamaño sí importa. He visto tortugas, mantarrayas y langostas, corales, espongas y gorgonias que se mecen con la corriente; he conocido el acento de los yucatecos, con ese divertido hablar suyo, medio a trompicones; me he mecido en mi hamaca al calor de un sol amable y una brisa húmeda y gratificante; he comido alguna que otra langosta, y he capturado algún que otro pescadito con el que he satisfecho mis anhelos de ser cazador-recolector en el siglo xxi; me he levantado a menudo ansioso por ver el alba, y me he acostado con el sol, y en paz; y he cambiado de vida, una vez más. Por primera vez en mucho tiempo, he estado tranquilo, calmado, advirtiendo mis propias reacciones, mi forma de ser, conociéndome. La península y sus habitantes me han tratado bien, no tengo más que agradecimientos hacia todos.

El próximo día 8 de agosto será el aniversario de un año estupendo, del que recordaré muchas cosas y olvidaré pocas. Cuando el Alzheimer derrita mis neuronas y se lleve por delante lo que fui y lo que hice, los recuerdos de este año y de sus hechos y conocimientos serán de los más duros de roer. ¡Que se joda el Alzheimer!

Ya me puse melancólico, vaya por dios, qué tontería. Me voy a abrazarme a mi guitarra fonotraidora y a tocar las notas de Veinte años, que es la única canción que he sacado casi entera. Ya amanecerá mañana otro día y me traerá más afanes con que ocuparme.

En la península de Yucatán, el día de san Justo y san Pastor (mártires), por la noche.

Mus

01 agosto 2006

Sobre nuestras palabras, las de otros y un viaje sorprendente


Sigo con mi empeño guitarril, aunque tengo un serio disgusto: mi guitarra emite unos horribles sonidos al tañer sus cuerdas. Observé que cuando hago la pisada justo encima del traste, la cosa suena bastante bien (o no suena demasiado mal, que tanto monta), pero si la hago en el espacio intertrastero o como demoños se llame, la cuerda golpea contra el traste y vomita ese desagradable sonido metálico. Es una pena, ahora que estaba yo tan contento porque ¡tan-tán! encontré en Internet un pequeño programita que me permite afinarla perfectamente... Y a fe que necesito tal ayuda, porque acaso por el calor y la humedad, la guitarra se desafina a las pocas horas de haberla usado. Uno quiere creer que es la humedad y el calor, pero no puedo negar la posibilidad de que tal problemilla (y el del sonido de sixtro —especie de carraca metálica, como sabrán todos los conocedores de los tebeos de Astérix—) se deba en realidad al problema de siempre: la lana, plata, pasta, el vil metal. Confieso aquí, públicamente, que invertí quinientos pesos en la adquisición del instrumento, lo cual vienen a ser unos 35-40 euros... en fin, admito que más bien compré a la baja. Sufriré con ruidos y destemples mi condición de codo, que es como llaman por estas intersecciones de latitud/longitud a ser un roñica. Por lo demás, me jode que alguien no haya inventado una guitarra en la que no haya que hacer cejilla. ¡Qué horror!, creo que jamás aprenderé esos acordes con la maldita cejilla. Pero no nos desviemos, porque no es de esto de lo que quería yo hacer relación.

No ha mucho regresé de pasar unos días en Zipolite, un pueblín de la costa oaxaqueña. En Zipolite, la vida sigue bastante parecida a como era hace seis años, que es cuando los visité la primera vez. Han adoquinado de adocreto la calle principal (o sea, unos 200 metros) y hay algún que otro edificio nuevo, pero poco más. Lo más notable del progreso en Zipolite es que casi hay más cafés Internet que comercios de otro tipo. En San Pedro Pochutla, que es la ciudad más importante de los alrededores, la aparición de este tipo de establecimientos alcanza proporciones de infección fúngica: han salido como setas en un otoño pluvioso. Esto tiene ventajas e inconvenientes, pero a mí se me hace que casi todo son ventajas, sobre todo porque los dueños tienen el buen criterio de tener precios bastante populares, así que allá andan todos los chavitos echándole los perros a las chavitas, y viceversa, dejando ahumadas a las computadoras con sus pláticas y sus requerimientos dulces a través de los mensajeros.

Otro cambio es que hay un nuevo camión de la basura en el pueblo. Lamentablemente, los responsables del municipio (o la dependencia que sea, que no la sé) no han podido evitar que les cayera encima la influencia gringa en el hablar (cuando menos en el escribir—, y le han pintado un horrible mensaje de publicidad institucional que reza: «Unidos Entregamos Resultados». Esas feas iniciales de los gringos lo invaden todo, como quien necesita de una inicial para ser más (como el «Rey» de España, o el «Papa», por cierto). Y además, eso de «entregamos resultados» suena a laboratorio de análisis clínicos con entrega de informes de 8 a 12 de la mañana, más que a una expresión de dar servicio (el servicio prometido en alguna elección, probablemente) a los ciudadanos. Pero como los gringos dicen to deliver results, pues nada, todos a comulgar con ruedas de molino. Maldita sea su estampa, y malditos nosotros que nos aborregamos con las cosas más estúpidas. Claro que comparado con lo que tengo visto en la ciudad de México, esto no es nada. En la Ciudad de la Esperanza (vaya tela...) hay unos coches de policía que lucen flamante inscripción: «Fuerza de Tarea-Reacción». Esto viene sin duda de Reaction Task-Force, que nomás significa «grupo de reacción», o si se quiere «grupo especial de reacción». No felices con la desafortunada... «cosa», agregan a la unidad: «Prevención del Delito». Debo de estar haciéndome viejo, pero aparte de la espantosa imitación terminológica, hecha con la cola y pensada con el orificio de la susodicha (comperdón), me pregunto si la mera mención de ‘reacción’ puede combinarse bien con el concepto de prevención del delito. Yo diría que prevenir y reaccionar son conceptos tan dispares... Siempre puede uno salir con aquello de que es una reacción que consiste en prevenir. ¡Manda dídimos! Me da la espina que aquella idea pudiera haber llegado de parte del millonario asesoramiento que Rudolph Giuliani prestó a la ciudad de México después de que pasara a ser héroe nacional estadounidense por su actividad tras el desastre de las Torres Gemelas neoyorquinas. En cualquier caso, a quien dejó pasar algo tan obscenamente inculto teniendo responsabilidades de gobierno, lo castigaría a sostener todos los números de julio del Diario Oficial de la Federación con los brazos en cruz y fincado de hinojos... un par de años, y expuesto al escarnio público. Pero no debo desbarrar, que el motivo de mi anotación de bitácora de hoy es otro. Espero poder seguir hablando de ello con más concierto que hasta ahora.

Una mañana, en Zipolite, me despertó uno de esos chaparrones súbitos, violentos, que solo se ven en el trópico, y me desvelé con tanto viento, y truenos, y chuzos de punta, y rayos y de todo: tormenta completa, paquete económico para turistas. No podía dormir y vi que ya clareaba el día, así que salí a dar un paseo y a que me diera la fresca. Quizá como a la paloma de Alberti, por ir al Norte fui al Sur, que me daba igual y lo tenía más a la mano. Caminados apenas unos metros, se me acabó la playa y subí los escalones que dan acceso a la playa del Amor, una linda calita en el extremo (Sur, lo adivinaron) de la playa de Zipolite, escondida tras un promontorio rocoso. Cuando terminé el tramo de escalones y coroné el promontorio, miré a la playa del Amor, y no vi nada. Algo extrañado, miré atrás, por donde había venido, y todo estaba en orden: los escalones, la playa, el manchón níveo de Roca Blanca, las palapas parsimoniosas de Shambalá... Todo, ni más ni menos que como uno podría haberlo esperado. El día estaba apenas despuntando, pero ya se veía lo suficiente, así que no pude comprender por qué mirando hacia el Sur desde lo alto del peñasco no se veía nada. Me despegué un par de legañas (una de ellas dio luego doscientos gramos en la báscula, la otra era de inferior porte), pero ni con ésas advertí cambio alguno en la situación. En la playa del Amor no se veía nada, ni siquiera la playa del Amor, ni el horizonte, ni nada de nada. ¿Niebla? No, no era niebla. ¿Luz? No, ya se hacía de día. La realidad fue un poco más sorprendente: cualquiera que hubiera estado donde yo a esa hora ese día (lo que es lo mismo que decir «cualquiera que hubiera estado conmigo») se habría dado cuenta de que allí comenzaba la nada. Yo no sé si era el fin del mundo, el Finis Terrae, o nada más alguien había puesto allí un vacío inmenso para hacer quién sabe qué tejemanejes. No sé cómo pudo haber sucedido algo así, ya que nunca había visto por allá ningún fin del mundo, ni me había topado con una nada. Como mucho, los únicos vacíos que había visto eran algunas botellas (y algunos bolsillos), pero eso no tiene nada que ver, como es evidente. Y sin embargo, allí estaba esta nada, ¡qué desatino! Alguien dirá que en este raro suceso intervino alguna droga, una sugestión, un funambulismo, alguna psicosis momentánea (o crónica, para los muy incrédulos), cualquier artificio o invención. Para evitar que algo de esto se me echara en cara, aproveché la ocasión —uno no se encuentra con la nada, con el vacío absoluto todos los días— y le tomé una foto a aquel agujero material con una cámara que llevaba a la sazón. Y ésa es la foto que les presento hoy: tiene poco que ver, lo admito.

Un poco triste por haber visto algo tan nulo, tan ausente e inexistente, agarré mis bártulos y tomé el camino de regreso a casa. Siempre me ha parecido que ver el vacío no podría ser buen augurio, y de todos modos, ¿qué hacer allá a partir de ese día, si yo a lo que iba era a tomar el sol en cueros al amor de esa linda calita? Deseo de todo corazón que el pueblo de Zipolite pueda arreglar el problema, aunque esto será bastante difícil de arreglar. Si mientras tanto pudieran poner en el camión de la basura otro rótulo que tenga un sabor más local, más suyo, más de su invención, habremos avanzado un chingo.

En la península de Yucatán, el día de santa Catalina (virgen y mártir), a punto de anochecer.

Mus

P. D. El día de hoy también es el de los santos Audencio, Difánog, Erasmo, Finán, Jocunda y Pasarión, confesores. ¡Joder, qué nombres!