11 julio 2006

La guitarra


Ando con el afán de aprender a tocar la guitarra. Aunque acaso no lo haga demasiado bien, siempre me gustó cantar, y ahora, cercano a la cuarentena y aburrido de cantos a capella, hará cosa de dos meses que me decidí a mercarme una guitarra —de las normales, ya se sabe, sin estridencias ni colorines de tipo Rey del Rock—.

Desde aquel día, el instrumento ha ido criando polvo y telarañas con singular dedicación. Las telarañas tienen la ventaja de mantener mi casa libre de moscas, pero aparte de eso reconozco que su estética es de dudoso gusto. No comentaré sobre la estética del polvo para ahorrarme que alguien me tilde de guarro —ni siquiera justificadamente—.

No tengo nadie que me enseñe a templar sus cuerdas, ¡no sé ni cómo afinarla! Ponerse frente a una guitarra virgen siendo analfabeta en lo musical es más agobiante que ponerse frente a un papel en blanco armado con una mísera estilográfica. Por cierto, que me pregunto qué será del término 'estilográfica' en el futuro. Yo hace ya siglos que no veo a nadie escribiendo con estilográficas.

Pero no nos desviemos de lo principal, esencial o crucial. Ahora que ando viajero, he aprovechado para que M., mi amiga poblana, me enseñe algunos truquitos, y confieso que estoy encantado de la vida de todos los truquitos que me enseña M. No pienso contarlos todos aquí, claro está, pero baste decir que hay algo mágico en arrancarle una nota coherente a un artefacto tan complicado como es éste. Ayer estuvimos practicando el bello punteo de Dueling banjos, una pieza musical de la banda sonora de Deliverance —película más que recomendable a pesar de la dureza de sus imágenes—. Como es lógico, siendo novel no pude sacar más de diez o quince notas, y eso mirando la chuleta, pero me sentí el más avezado de los juglares que en el mundo hayan sido.

Cualquier día compondré una canción, la más bella del mundo. Es posible que ese día haya encontrado a la mujer más hermosa que jamás haya existido y pueda cantársela, todo con el indisimulado objetivo de provocarle escalofríos tales que la desdichada no pueda contener un salvaje deseo de arrancarme la guitarra de las manos, sellarme la trovadora boca a besos, engrasar mi lengua con sus delicias, llevarme al tálamo sin dejar siquiera que acabe el primer estribillo y quitarme las telarañas del instrumento. Sacar buenas notas y no desentonar es la máxima aspiración de cualquier persona que hace uso de un instrumento, así que si después de eliminadas las trampas aracniles de mi instrumento mi dama me arrulla alguna cosilla cerca de la oreja, seré una de las personas más felices de este mundo, si no la más feliz.

Si no es así, pues no importa demasiado. El perfeccionismo es la antítesis de la felicidad y, como el lector y la lectriz ya sabrán bien a estas alturas (y si no es así, bájense), tocar un instrumento a solas es algo que procura gozo, alegría y relajación a cualquier persona de bien. Y a falta de tálamo, tendré mi hamaca.

En la heroica ciudad de Puebla de Zaragoza, el día de san Benito Abad, por la tarde.

07 julio 2006

Soneto a Pecosita


Cúpulas, barandillas y ventanas
Que se odian a muerte luego de años,
Lamentan su edad, fueron muchos daños
De aguantar el amor con filigranas.

Las hay rojas, parduscas, de obsidianas,
Del volcán y el cu, traídas a engaños
Unas por otras, con mortero y amaños:
Un millón de ayeres y tres mañanas.

Tristes de amarse, de la convivencia,
No hay intimidad, el amor marchito,
Sin calor, sin frenesí, sin decencia.

Como esos hombres que no ven delito
Al deseo sin futuro ni herencia
Que parte el alma a un rostro pecosito.

En la ciudad de México, el día de san Fermín por la tarde.