Antigua
Para llegar a Antigua (también para salir de ella) hay que cruzar cafetales sin cuento. Las plantaciones de café son fincas peculiares porque no siguen el modelo agrícola habitual, que consiste en desmontar cierta extensión de tierra y roturarla. Los cafetos gustan de lo umbroso y por ello los siembran en medio de bosques tropicales mixtos para que los árboles de mayor porte tapen la luz y favorezcan el cultivo, así que uno pasa al lado de un cafetal y apenas se da cuenta: parece un cacho de selva enmarañada. La visión me recuerda vagamente a mis rañas manchegas, esos pedazos de cereal interrumpidos por el porte imponente de encinas centenarias, aunque dudo que nadie dejara allí las encinas para sombrear la avena o el trigo.
Esta es una ciudad encerrada entre volcanes, unos amenazadores y fumarolentos y otros de aspecto apacible y laderas reverdecidas, y asolada periódicamente por sismos inconvenientes que a la fuerza la convierten en una ciudad histórica y ruinosa. Es triste que el encanto provenga de la devastación, pero no es menos cierto que pasear por un antiguo convento que ahora es ese hotel inevitable y ver los restos decadentes de pilares y cocinas resulta atractivo, como si uno se encontrara formando parte real de la Historia aunque el papel sea de figurante.
Pero lo que de veras se respira en Antigua, entre las brumas y el orvallo de esta estación húmeda, son los sentidos. Paseando por las calles empedradas que la definen al turismo internacional se ven sus balconcillos de rejas preciosas en las que pelar la pava. También se oye a veces el cliqueteo de una marimba, y cuando uno asoma la nariz para satisfacer su curiosidad se encuentra un viejo patio porticado donde oler perfumes de verdor, admirar el porte de ese árbol enorme, oír aires guatemaltecos tocados a trío y paladear una cerveza sin prisa alguna al abrigo de la lluvia.
En el hotel, el pasto recortado con mimo, las azaleas, los papiros, las heliconias y las plataneras surgen por doquier y el rumor del agua que brota de setenta fuentes convierten el lugar en una versión maya de los palacios nazaríes. Bajo la fragancia voluptuosa del gran hueledenoche, una gota de lluvia sobre la colocasia acuña para siempre la esencia de la ciudad.
Antigua huele, sabe y suena al beso deleitoso, reposado y húmedo que se dan los amantes sabios, conscientes de que cualquier día vendrá un terremoto.
En el municipio de Acajutla, el día de san Juan Bautista por la mañana.
Mus
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