El Ministro
Era un tío serio, el tipo más serio que jamás había parido hembra.
De chico solía acercarse a los demás niños con su semblante circunspecto y reconvenirles seriamente sobre "sus actos impetuosos y un punto descerebrados", los típicos de la edad, avisándoles de los "peligros inherentes a sus acciones infantiles y carentes por completo de la pertinente evaluación de los riesgos", como él mismo afirmaba ceñudo. Por supuesto, los niños no tardaron en percatarse de la anormalidad de tanta zarandaja y, así, el tío serio fue motejado como El Ministro desde su niñez más temprana mientras los demás portaban los motes de siempre, El Pez Globo para el gordito, El Espárrago para el flaco, El Cuatrojos para el cegato, El Ainstain para el empollón de pelos enmarañados o La Mileidi para Anita, la niña cursi que desde el encierro de su vestidito pulquérrimo de bordados y organdíes los espiaba siempre con la envidia de sus impulsos muertos en origen por la limpieza que le imponía su madre.
El Ministro acudía puntual a cada llamada de sus maestros, a quienes contestaba sin pestañear todas las preguntas habidas y por haber con su tono neutro y desapasionado, pensando para sus adentros lo estéril de aquellas indagatorias. Como es natural, no era la sumisión hacia sus mentores lo que le impedía saltar y rebatir, no ya los conceptos solicitados, sino la mera pertinencia de tales preguntas, sino su personalidad continente de chupatintas nato, su educación hipertrófica. Los profesores le tenían tomada la medida y cuando querían dar unos minutos de relajación a sus alumnos, salían del aula con cualquier pretexto y dejaban siempre a El Ministro al frente de la clase, con el encargo de anotar en el pizarrón los nombres de los compañeros que se excedieran durante su ausencia. Esta orden se ejecutaba con precisión germánica, con firmeza inquisitorial y caligrafía de copista medieval, así que cuando los maestros volvían, encontraban, sin excepción, a una clase revolucionada y a un alumno hierático y un tanto descorazonado frente a un pizarrón con los nombres de la totalidad del alumnado perfectamente escritos y en riguroso orden alfabético según el primer apellido.
Tras una infancia seria y plagada de las vejaciones de unos compañeros incapaces de encontrarle mérito alguno a la severidad de El Ministro, llegó el crecimiento de su cuerpo, la profundidad de la voz y unas capilaridades faciales y corporales que no hicieron más que sumarse a las demás características de carcamal amargo. Ni siquiera las pulsiones propias de la edad consiguieron elevar el tono de su ánimo, y aunque cedió a las caricias aliviadoras como todos sus pares, fabulaba con legajos, ordenanzas y constituciones para animarse en sus sacudidas, y sus clímax eran apenas una mueca de disgusto ante la evidente desorganización que suponía aquella efusión seminal que se le antojaba tan inútil.
Un día, por una vez, se animó a invitar a Anita, La Mileidi, a una taza de té en su casa, a lo que ella accedió más por la increíble novedad que por interés real alguno por El Ministro. La Mileidi acudió con unos pantalones ajustados y un top más ajustado aún con la única intención de ver el efecto que causaban en su anfitrión sus senos reventones perceptibles tras la tela escueta, pero tuvo que rendirse cuando, tras recibirla con una mano extendida y una faz olvidada por la sonrisa, la hizo pasar a la sala y le ofreció un té negro sin azúcar y el segundo volumen de las obras completas de Descartes a fin de que leyera unos pasajes y pudieran comentarlos. Aquello fue demasiado para la joven redentora entusiasta, que dejó de inmediato el tomo sobre la mesa, le dio sin grandes ánimos las gracias por la agradable tarde que le había hecho pasar y salió por la puerta dispuesta a llegar pronto a alguna discoteca a olvidarse para siempre de El Ministro.
Por su parte, El Ministro no pudo siquiera quedarse serio por el desplante: ya estaba serio y su sempiterno rostro sombrío y grave no se hubiera podido ensombrecer más aún aunque se hubieran muerto de nuevo y de golpe todos los santos del martirologio juntos. Se releyó el volumen de cabo a rabo para comprobar que la muchacha no había salido disparada ante alguna errata, mancha, incongruencia lógica del autor o alguna otra cuestión grave y, cuando verificó que no era el caso y que todo estaba tan impoluto como siempre, devolvió el libro a su estantería de alineamiento perfecto, se terminó el té y se quedó cavilando impertérrito hasta que su madre llegó a casa y le anunció el menú de la cena: a las ocho, con dos platos, postre y fruta, servida en vajilla fina, cubertería de plata de ley y servilletas de hilo de primera, como había exigido siempre desde que era capaz de recordar.
Al día siguiente envió a la chica una carta manuscrita, con una formalísima letra cursiva y metida en un sobre lacrado, para manifestarle su disgusto por el comportamiento intempestivo y abrupto de la tarde anterior y anunciándole que, a la vista de las circunstancias y de la imposibilidad de continuar las relaciones, las daba por cesadas en tanto no consiguieran la intervención de alguna entidad mediadora de las citadas en la lista que se adjuntaba.
Era un tío serio, el tipo más serio que jamás había parido hembra, eso estaba claro.
En Madrid, el día de san Severo, por la noche.
Mus
De chico solía acercarse a los demás niños con su semblante circunspecto y reconvenirles seriamente sobre "sus actos impetuosos y un punto descerebrados", los típicos de la edad, avisándoles de los "peligros inherentes a sus acciones infantiles y carentes por completo de la pertinente evaluación de los riesgos", como él mismo afirmaba ceñudo. Por supuesto, los niños no tardaron en percatarse de la anormalidad de tanta zarandaja y, así, el tío serio fue motejado como El Ministro desde su niñez más temprana mientras los demás portaban los motes de siempre, El Pez Globo para el gordito, El Espárrago para el flaco, El Cuatrojos para el cegato, El Ainstain para el empollón de pelos enmarañados o La Mileidi para Anita, la niña cursi que desde el encierro de su vestidito pulquérrimo de bordados y organdíes los espiaba siempre con la envidia de sus impulsos muertos en origen por la limpieza que le imponía su madre.
El Ministro acudía puntual a cada llamada de sus maestros, a quienes contestaba sin pestañear todas las preguntas habidas y por haber con su tono neutro y desapasionado, pensando para sus adentros lo estéril de aquellas indagatorias. Como es natural, no era la sumisión hacia sus mentores lo que le impedía saltar y rebatir, no ya los conceptos solicitados, sino la mera pertinencia de tales preguntas, sino su personalidad continente de chupatintas nato, su educación hipertrófica. Los profesores le tenían tomada la medida y cuando querían dar unos minutos de relajación a sus alumnos, salían del aula con cualquier pretexto y dejaban siempre a El Ministro al frente de la clase, con el encargo de anotar en el pizarrón los nombres de los compañeros que se excedieran durante su ausencia. Esta orden se ejecutaba con precisión germánica, con firmeza inquisitorial y caligrafía de copista medieval, así que cuando los maestros volvían, encontraban, sin excepción, a una clase revolucionada y a un alumno hierático y un tanto descorazonado frente a un pizarrón con los nombres de la totalidad del alumnado perfectamente escritos y en riguroso orden alfabético según el primer apellido.
Tras una infancia seria y plagada de las vejaciones de unos compañeros incapaces de encontrarle mérito alguno a la severidad de El Ministro, llegó el crecimiento de su cuerpo, la profundidad de la voz y unas capilaridades faciales y corporales que no hicieron más que sumarse a las demás características de carcamal amargo. Ni siquiera las pulsiones propias de la edad consiguieron elevar el tono de su ánimo, y aunque cedió a las caricias aliviadoras como todos sus pares, fabulaba con legajos, ordenanzas y constituciones para animarse en sus sacudidas, y sus clímax eran apenas una mueca de disgusto ante la evidente desorganización que suponía aquella efusión seminal que se le antojaba tan inútil.
Un día, por una vez, se animó a invitar a Anita, La Mileidi, a una taza de té en su casa, a lo que ella accedió más por la increíble novedad que por interés real alguno por El Ministro. La Mileidi acudió con unos pantalones ajustados y un top más ajustado aún con la única intención de ver el efecto que causaban en su anfitrión sus senos reventones perceptibles tras la tela escueta, pero tuvo que rendirse cuando, tras recibirla con una mano extendida y una faz olvidada por la sonrisa, la hizo pasar a la sala y le ofreció un té negro sin azúcar y el segundo volumen de las obras completas de Descartes a fin de que leyera unos pasajes y pudieran comentarlos. Aquello fue demasiado para la joven redentora entusiasta, que dejó de inmediato el tomo sobre la mesa, le dio sin grandes ánimos las gracias por la agradable tarde que le había hecho pasar y salió por la puerta dispuesta a llegar pronto a alguna discoteca a olvidarse para siempre de El Ministro.
Por su parte, El Ministro no pudo siquiera quedarse serio por el desplante: ya estaba serio y su sempiterno rostro sombrío y grave no se hubiera podido ensombrecer más aún aunque se hubieran muerto de nuevo y de golpe todos los santos del martirologio juntos. Se releyó el volumen de cabo a rabo para comprobar que la muchacha no había salido disparada ante alguna errata, mancha, incongruencia lógica del autor o alguna otra cuestión grave y, cuando verificó que no era el caso y que todo estaba tan impoluto como siempre, devolvió el libro a su estantería de alineamiento perfecto, se terminó el té y se quedó cavilando impertérrito hasta que su madre llegó a casa y le anunció el menú de la cena: a las ocho, con dos platos, postre y fruta, servida en vajilla fina, cubertería de plata de ley y servilletas de hilo de primera, como había exigido siempre desde que era capaz de recordar.
Al día siguiente envió a la chica una carta manuscrita, con una formalísima letra cursiva y metida en un sobre lacrado, para manifestarle su disgusto por el comportamiento intempestivo y abrupto de la tarde anterior y anunciándole que, a la vista de las circunstancias y de la imposibilidad de continuar las relaciones, las daba por cesadas en tanto no consiguieran la intervención de alguna entidad mediadora de las citadas en la lista que se adjuntaba.
Era un tío serio, el tipo más serio que jamás había parido hembra, eso estaba claro.
En Madrid, el día de san Severo, por la noche.
Mus
5 Comments:
Yo tambien quiero que me anuncien el menu de la cena, y que me pelen la frutica.
Tendré que ponerme seria, yo también.
Y? y? y?... ¿cómo terminó el ministro? aunque se ve venir. Pero sobre todo, ¿cómo terminó la Mileidi?, bueno, terminar, mi mente calenturienta imagina algo, pero... ¿era clitoriana o vaginal?
Mecaguenlascelebracionesonamasticasmarxistasmorcillonesdondeveoatodalafamilia... perdóneme don Mus, ha sido un arranque.
Chulima, miamol, tú es que siendo mojigata no va a ser fácil que te pelen la "frutica" aunque te pongas seria. :p
Odiseo, yo para mí que la muchacha era mixta, pero no sé si se puede saber por el momento, porque estaba mu tienna cuando sucedió el encuentro. En cuanto a El Ministro, ya veremos dónde acaba. Estos chicos...
Me encanto el relato !!! y que forma de contarlo !! , escribes increiblemente bien , lei los demas textos , son fabulosos !. Es una delicia leerte. besos con sabor a pecado
Vamos que la pobre Mileidi sólo pudo comprobar que lo único hipertrófico que él tenía era la educación... o igual que a la cena le faltó cafécopaypuro... lástima.
Curiosísima
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