La llama olímpica
En la ciudad suiza de Lausana está la sede del Comité Olímpico Internacional. En un parque, frente a un lago Lemán cuyas plácidas aguas son todo un símbolo de la quietud y el reposo de la vida de la ciudad, se alza el edificio que alberga el museo Olímpico, para acceder al cual hay que recorrer una veredita que deja a diestra y siniestra esculturas de alegoría deportiva o de promoción de la paz o, simplemente, bellas y demostradoras de la capacidad imaginativa de las gentes de todo el mundo. Allí, entre todas las esculturas, hay una en la que de un pequeño orbe surte en su inacabable combustión la llama olímpica. Creo que debe de resultar muy útil y práctica si uno fuma, aunque se pierde la oportunidad de ligar.
—Disculpe, ¿me da lumbre?
—No faltaría más, mi reina.
Me gustó en especial una estatua en la que un señor de aspecto simpático con gabardina se resguarda de la lluvia con un paraguas que, en realidad, es la fuente de la que mana la lluvia incesante; también me agradaron dos conjuntos basados en el agua, que a pesar de su modernidad me retrotrayeron a los estanques deleitosos de la Alhambra y esos reguerillos o acequiejas que hicieron las delicias de los reyes granadinos en sus alcázares.
Lausana y su entorno están rodeados de algo que me es muy propio: viñedos. A diferencia de mis chaparras y regordetas cepas manchegas, celosas de su agua, estos son espigados viñedos de emparrado ahítos de lluvia y tan ansiosos de luz como lo pueda estar un sueco en febrero. Están trazados al milímetro suizo en las colinas que anuncian las cimas de las masas inmensas de los Alpes, cuyos copetes de nieve se advierten ya entre la bruma en la parte francesa del lago. Los colores del otoño cubren las pámpanas con una lánguida paleta de amarillos, ocres y rojos que, por sí solos, servirían para atraer a los visitantes como lo hacen en el Este de los Estados Unidos con su otoño indescriptible de robles y arces deciduales. Estas hileras vitícolas lausanenses transmiten paz y, a la europea, recuerdan un poco los jardines zen, esos espacios nipones de arenas rastrilladas con mimo y piedras apacibles, emisoras de buenas vibras y absorbentes de los malos rollos.
En Madrid, el día de san Martín de Porres (religioso), por la mañana.
Mus
1 Comments:
Muy visual y relajante su post, señor Mus.
;-)
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