06 agosto 2006

Aniversario, cumpleaños o efeméride


Pues sepa vuesa merced que aquesta semana que a punto de comenzar tenemos, cumple el que esto humilde suscribe su primer año de vida tropical.

Mi salida del asfalto, el humo y el ruido citadino se produjo un cinco de agosto, después de pagarle una mordida de 100 pesitos a un poli metropolitano que, aun cuando su mamá era sin duda una santa, era un grandísimo hijo de puta que se aprovechó de mi debilidad momentánea (mi coche estaba atestado de todas mis pertenencias y no sabía por qué parte del maremágnum andaba mi licencia de manejo) para, con la excusa de que no podía trasladar mis cosas sino que eso debía contratarlo a una empresa de mudanzas autorizada (sic), atracarme sin piedad en la esquina de Circuito Interior y la calzada Ignacio Zaragoza. Aquello me hizo sentir realmente mal: salía feliz como perdiz en busca de una vida completamente nueva y un ijoesumadre me amargaba la vida como los abusones de la escuela se la amargan a los más débiles. Como es natural, echele una maldición, y a estas fechas espero que se haya cumplido y esté gastándose su magro peculio en inhibidores de la fosfodiesterasa 5, necesidad la cual espero que le dure el resto de sus días. Por cabrón.

Después de un breve receso en la heroica ciudad de Puebla, etc. para dar una plática en la que, con mi maestría sin par, conseguí aburrir a absolutamente toda la audiencia, continué mi camino y, tras atravesar longitudinalmente medio estado de Veracruz y disfrutar de sus interminables pantanos, piélagos, aves de marisma, cañaverales dulces y plantaciones de piña tropical y de... [acá el lector busca en su guía Roji para obtener informes sobre el itinerario, que no hay muchos], dieron mis viajeros huesos en pasar noche en una ciudad fea, desangelada y sin encanto: Ciudad del Carmen, en el estado de Campeche. Para quien comparte mis defectos, o al menos uno de ellos como es esta codería selectiva, la susodicha población tiene además una pega insalvable: para entrar en ella por carretera, hay que pagar. Resulta que está situada en una isla a la que se accede por una larga puente sobre el mar, una de esas que los gringos llaman cosgüey y que nosotros llamamos puente, como al resto de las puentes. Y ésta es una puente de pago. Así que si llegas por carretera, te jodes y pagas. Y cuando estás pensando lo jodido que estás y las ganas que tienes de marcharte, entonces es peor, porque te subes al auto, prendes el motor, aceleras a fondo y llegas a otra puente, de salida, ¡también de pago! Era de esperar. En fin, que me marché. Espero que nunca se les acabe el petróleo a los habitantes de esta ciudad, porque si alguna vez sucede algo así, les va a costar un esfuerzo más que notable rehacer la ciudad para que tenga atractivo y alguien quiera ir. Les deseo suerte, en todo caso, porque sé que se trata de una manía personal, ésta de la repugnancia por el pago de la entrada a las ciudades por carretera.

Salí al día siguiente, al alba y sin desayunarme, previendo que acaso podría comer bocado por el camino, aunque luego no encontré nada que me apeteciera y seguí mi ruta hasta Escárcega, ciudad que se autodenomina, yo creo que con bastante razón y motivo, la puerta de entrada al mundo maya. No tengo nada que decir sobre Escárcega, aparte de que cocinan con sensatez y hacen los huevos estrellados como debe ser: aceite abundante y caliente pero no muy humeante, clara blanca y yema fluida. A su amor, con cariño. Unos huevos estrellados bien hechos hacen bien a las tripas de cualquier persona de bien. Bien, sigamos adelante y dejémonos de reiteraciones.

Llegué a mi lugar de destino en la península de Yucatán el día 8 de agosto del 2005, día notable por ser siempre dominical: es santo Domingo de Guzmán, pbro. Desde entonces apenas he hecho cosa que de contar sea, lo que quizá se asemeje peligrosamente al resto de mi vida. Sin embargo, cada mañana me despierto y veo luz, colores, y oigo las olas, e incluso viví la experiencia de un huracán de buen tamaño. Como todo el mundo sabe (y a mí me remoquetean crueles mis amantes), el tamaño sí importa. He visto tortugas, mantarrayas y langostas, corales, espongas y gorgonias que se mecen con la corriente; he conocido el acento de los yucatecos, con ese divertido hablar suyo, medio a trompicones; me he mecido en mi hamaca al calor de un sol amable y una brisa húmeda y gratificante; he comido alguna que otra langosta, y he capturado algún que otro pescadito con el que he satisfecho mis anhelos de ser cazador-recolector en el siglo xxi; me he levantado a menudo ansioso por ver el alba, y me he acostado con el sol, y en paz; y he cambiado de vida, una vez más. Por primera vez en mucho tiempo, he estado tranquilo, calmado, advirtiendo mis propias reacciones, mi forma de ser, conociéndome. La península y sus habitantes me han tratado bien, no tengo más que agradecimientos hacia todos.

El próximo día 8 de agosto será el aniversario de un año estupendo, del que recordaré muchas cosas y olvidaré pocas. Cuando el Alzheimer derrita mis neuronas y se lleve por delante lo que fui y lo que hice, los recuerdos de este año y de sus hechos y conocimientos serán de los más duros de roer. ¡Que se joda el Alzheimer!

Ya me puse melancólico, vaya por dios, qué tontería. Me voy a abrazarme a mi guitarra fonotraidora y a tocar las notas de Veinte años, que es la única canción que he sacado casi entera. Ya amanecerá mañana otro día y me traerá más afanes con que ocuparme.

En la península de Yucatán, el día de san Justo y san Pastor (mártires), por la noche.

Mus