27 mayo 2010

El primero

Hoy, que llueve manso pero incesante sobre la costa del Occidente salvadoreño y los hongos brotan en mi jardín, es el día adecuado para despertar estimulado genitalmente por los tiernos lametones de una dama de bandera, de un portento femenino de pericias sin cuento de quien recibir dulzuras, arrumacos, efluvios y frenesíes carnales.

—¿Y por qué no busca alguien que se la chupe?
—No sea basto, hombre, no sea basto. ¿Es que la vida no lo dotó de la más mínima sensibilidad? ¿Está usted sin remedio huérfano de lirismo y amor?
—Sí, pero ¿qué tiene eso que ver?
—Mmmm... pues ahora que lo dice, nada. Quizá tenga usted razón y deba buscar a tal sujeta. Luego salgo a ver qué encuentro, que ahora llueve un poco y no es de mesura llegar fodongo a un galanteo así de importante.

La segunda mujer que entró en mi vida y en las diversas partes de mi anatomía, a saber: cerebro, corazón y bajo vientre, fue Columbina. Como ha sido constante en mi dilatada vida, el hecho de que ella entrara en todas esas ubicaciones no tiene en absoluto correspondencia plena. En este caso, yo no entré en su corazón ni un minuto y no me acerqué a su bajo vientre ni por equivocación, y mi fugaz paso por su encéfalo se limitó sin duda a algún pensamiento de tipo "¡Qué tío tan pelmazo! A ver si viene aquel morenazo y me dice algo interesante para que podamos ir a refocilarnos".

Columbina era chiquita, de recio y tupido cabello blondo, de armas tomar. Era la hermana de JR, un conocido por azares de la vida que en aquel entonces jugaba con el concepto del punkismo, los monopatines, los adornos auriculares múltiples y las drogas opiáceas ilegales de administración endovenosa. Aquella era mala época para jugar con eso, pero el tipo era bastante inteligente y espero que le fuera bien con esas veleidades.

Mi pasión carnal surgió el día que Columbina, inopinadamente, me pidió permiso para sentarse conmigo en el bus de regreso de un viaje escolar de esquí a la estación de Cerler. Nunca una chica me había dicho que quería sentarse conmigo durante tanto tiempo, pero acepté encantado su petición y casi diría que me enamoré en aquel instante. Soy un fácil. Creo que también contribuyó el hecho de que, a mis tiernos quince años, estaba con una cruda tremenda porque me había bebido tantos tequilas con piña la noche anterior en un antro de nombre Q que no sabía ni dónde me hallaba. Su interés por mí quedó patente con el hecho de que durante todo el viaje aguantara, sin pestañear e incluso con cierta ternura y atención, mis constantes vómitos de borracho juvenil. Aún conservo una foto de los dos, yo con aquel careto y aquel suéter azul... En la adolescencia, guacarear une mucho; y es que cuando quiero ser romántico, ¡no hay quien me pare!

Me despedí de Columbina al llegar a Madrid. Dado mi estado gastrointestinal, no había habido besos, ni siquiera caricias manuales, pero apenas unas miradas bastaron para sellar mi celo. Nos despedimos con un adiós, pero yo tenía un plan, y en realidad creo que ella también. ¿Qué mujer no tiene un plan?

Mi autobús escolar pasaba a diario por la calle de Sancho Dávila, donde ella moraba y donde ella, creo que adrede, para propiciar mi acercamiento, paseaba a diario a sus dos dálmatas a la hora en que mi autobús recorría su ruta por allá. Así que la veía y a veces la saludaba con la mano, y ella respondía con tan regio y simpático, a la par que neutro y distante, saludo. Un día, inflamado de pasión, la vi al pasar y ordené al chófer que detuviera allí mismo el bus. Él se sorprendió pero lo hizo, y yo bajé y en un salto me planté frente a ella y le pregunté: "¿Quieres que vayamos el sábado a una exposición de dibujos de José Ramón Sánchez?". Ella se zafó con un "sí, llámame" y yo, con mi primera cita amorosa en el bolsillo y una sonrisa interminable en el alma, regresé al autobús para alivio del chófer, a quien ya le pitaban media docena de zafios energúmenos al volante carentes de cualquier sensibilidad romántica.

Cuando llegó el sábado de la verdad, me puse mi terno de gala (pantalón de pana negro, camisa blanca y chaleco rojo), algún par de zapatos que encontré por ahí y unos calcetines que la Historia no recoge, me peiné algo y me fui con ella... a una discoteca que ella propuso como plan alternativo a mi visita cultural.

En la discoteca me pasé toda la tarde/noche sin abrir la boca. Era el cumple de una amiga de ella y ahí estaban todos sus amigas, con quienes no departí más allá del breve saludo inicial. Yo quería tenerla, pero tímido y cohibido como soy no sabía cómo ni qué hacer. Por supuesto, ella sabía del mundo por entonces más que Lepe, Lepijo y su hijo, y ahí estuve yo de inmóvil basidiomiceto toda la sesión, generando motivos para su creciente cara de insatisfacción y hartazgo. Pobrecita Columbina, tan puta y tan santa.

Adolescentes que éramos, al fin dieron las diez de la noche y debimos salir del garito para regresar a nuestras casas a hora decente. Caminamos por la calle de Goya arriba, doblamos por Alcalá y llegamos a la plaza de Roma, donde se desviarían nuestros caminos: ella por Marqués de Zafra hacia abajo y yo por Doctor Esquerdo. En aquella plaza, frente a la hoy desaparecida cafetería Tuxpán (años después me enteraría de que Tuxpán es una ciudad de mi adorado México), le dije adiós y le ofrecí un beso torpe de amor que ella (bendita sea) no me negó y que me inundó los nervios de emociones y la boca de una lengua suave, húmeda, deleitosa.

Nunca más volví a verla a solas. Sus paseos caninos a mediodía se interrumpieron y no contestó más llamadas telefónicas mías. Lo último que vi de ella fue su espalda adorable recorrida con urgencia por las manos de Franz, un compañero de colegio dedicado al fracaso escolar y a perseguir chicas con éxito, que la sobaba animosamente mientras le soltaba un beso tornillero y baboso que a ella, maldita sea, parecía entusiasmarle. Aparté mi mirada y me fui a llorar a algún lado, creo.

Muchos años después, frente a la mañana lluviosa del trópico, Mus habría de recordar aquella noche en que Columbina lo llevó a conocer el paraíso sensorial del primer beso.

Reunir las fuerzas necesarias para relatarlo le costó un mes y un día, un barómetro despendolado y no pocos reclamos del público, pero aquí está —primicia para pacientes— la narración recargada y dificultosa de mi segundo amor, de mi desvirgamiento oscular. Vale.

En el municipio de Acajutla, el día de san Agustín de Cantorbery (obispo) por la mañana.

Mus