24 septiembre 2007

El pino



Ya se sabe lo de tener un hijo, escribir el libro y plantar un árbol.

Yo lo de escribir un libro lo tengo muy crudo porque para eso hay que tener algo que decir; y yo, que navego en la duda a cada idea que pare mi solitaria neurona, no tengo en realidad nada que decir. En un libro, al menos.

Descartada la creación literaria, una posibilidad sería la ontogenia homogenética, palabros tontos que acabo de inventarme para decir aproximadamente "crear un ser que lleve los genes de uno". Esto de tener hijos en mi caso está de lo más imposible, y como no venga Mondesvol y haga un pastamilagro, será una entelequia. Para hacer hijos hay que hacer las cosas que suelen en las pelis porno, y yo me limito a ver tales obras de arte, no a practicar, ni siquiera en plan aficionado, los actos que se ilustran. Bien pensado, y dada la tendencia de los directores de dichas obras cinematográficas a exigir a los actores el derramamiento fuera del vaso germinal, en realidad con las pelis porno no se aprende a tener hijos mucho más de lo que se aprende con El milagro de P. Tinto, a menos claro que uno tenga espermatozoides tan osados que tengan habilidad generacional percutánea y transtisular varia.

En fin, me queda el consuelo botánico, y a ello me dedico con fruición. He plantado muchos árboles en mi vida y siempre es maravilloso ver asomar las primeras hojuelas. Lo mismo da que sea una encina, un alcornoque o un castaño, siempre es reconfortante observar la creación.

Mi último parto fotosintético está siendo un pino piñonero, Pinus pinea. Agarré la semilla, un piñón, en el estacionamiento de un restaurante corso, cerca de Porticcio, a finales de agosto. Cuando llegué a Colombes la planté, junto con dos semillas compañeras, tras no pocos malos pensamientos, concretamente de comérmelas. El domingo vi que el piñón había abierto su cáscara y ya crecía raudo a enterrar su raíz primaria en el vasito de vidrio que usé para la sementera. Y hoy ya está asomando sus primeras acículas, tiernas y de un verde bellísimo.

Ver nacer un árbol es emocionante.

En Colombes, el día de N.ª S.ª de la Merced, por la noche.

Mus

23 septiembre 2007

La educación en la mesa y el uso del lenguaje: relación si la hubiera



Ayer disfruté una cena parisina en un sitio llamado Brasserie Flo que está en París. De ahí mi aseveración de que se trataba de una cena parisina. Me gustó el nombre de la calle del restaurante. A los que hablan francés mal les dicen que hablan como une vache espagnole (o sea, una vaca española), y el nombre de la calle, traducido literalmente desde la perspectiva de mi francés hispanobovino, creo que era algo así como "patio de las cuadritas". Al menos tratábase de un patio recoleto y agradable, y no le faltaba el bar de turcos con aspecto decadente y hombres dale que te pego al dominó.

No vayan nunca a ese restaurante si desean comer a precio decente y a velocidad razonable. Nos tuvieron tres horas interminables y al ver los precios creí que nos incluirían una mamada de postre o algo por el estilo, porque eran estratosféricos para el tipo de lugar y, según constaté después, para la calidad de la comida. Yo, que soy más primario que un metate, en la desazón y el dolor poplíteo que me causaba la espera eterna canturreaba para mi coleto los versitos de Góngora cantados por Paco Ibáñez:

Busque muy en hora buena
el príncipe mil cuidados
como píldoras dorados,
que yo en mi pobre mesilla
quiero más una morcilla
que en el asador reviente
y ríase la gente.

Pero no hay que desviarse aunque la tentación sea fuerte. El caso es que hubo dos, ¡no, tres!, detalles que me llamaron la atención. El primero surgió porque teníamos sentados a mi diestra a una pareja de japoneses que se estaban manducando tremenda fuente de mariscos: langostinos, cigalas, ostras, almejas de varias clases, medio buey de mar y medio bogavante, además de una especie de caracoles marinos que en España no los hay y que acá llaman bulots, muy ricos a mi parecer. El caso es que cuando ya les pareció que se habían llenado el buche lo suficiente casi se ponen a zurear para celebrar su saciedad, pero no sin dejarse en la charola infinita al menos media docena de ostras y varios otros elementos comestibles. Bueno, pues una de mis compañeras de mesa, una damita (por su exiguo tamaño) de unos ochenta años, vio que el camarero procedía a llevarse la fuente y exclamó "mais non, c'est dommage !" y la respuesta del nipón y su pareja fue inmediata: nos ofrecieron que nos comiéramos lo que ellos dejaban. El camarero por supuesto dijo que no había el menor problema, y allá que nos lanzamos a comer ostras, almejas y sobras varias, lo que además nos vino al pelo porque ya se tardaban con nuestros propios primeros platos y largo iba siendo nuestro desmayo. Yo nunca había hecho algo así en un restaurante, pero tampoco me dio la menor pena. Chipén.

El segundo elemento de mi interés volvió, cómo no, a protagonizarlo la referida dama. La señora tenía un saque comparable al de McEnroe en sus mejores tiempos. Cuando le trajeron su onglet du boeuf (un cacho de carne, nada obsceno, no vayan a creer) se fue hacia él con presteza lumínica y lo atacó con las armas habituales que proporcionan los restaurantes: un tenedor y un cuchillo de carne. Aunque la pieza de marras solo tenía carne y no parecía especialmente dura, la dama estimó que aquel cuchillo no le daba las prestaciones necesarias y, ni corta ni perezosa, sacó de su bolsa una navajita plateá, la abrió y prosiguió su ataque. Olé la dama, con su sirla por la vida. Me recordó a mi abuela, que jamás se separaba de su navajilla de cachas de cuerno de venado y que jamás usó los cuchillos domésticos, sino su propio útil. Ya no quedan abuelas de esas.

Nada de esto tiene nada que ver con el uso del lenguaje, así que parece estúpido mi título. Probablemente lo es de todos modos, pero es que resulta que, mirando con disimulo a los de la mesa de al lado (los japoneses ya se habían marchado y habíanla ocupado un par de franchutes que parecían padre maduro e hijo adolescente) comprobé una vez más que a la hora de comer, todas las reglas que nos enseñaron en nuestras casas son un poco estúpidas como tales. El adolescente citado agarraba el tenedor de una forma peculiar que a mí me habría costado una reconvención por parte de mis progenitores. Ello, como es natural, no le impedía al mozuelo comer en absoluto, y su rendimiento ingeridor parecía tan bueno como cualquier otro.

En México comencé a observar que mucha gente troceaba los pedazos de carne y luego dejaba el cuchillo y comía los trocitos que había preparado. A mí me enseñaron que eso era de mala educación y que debía partirse el trozo, metérselo en la boca, masticarlo y luego destazar otro trocito y así. En Francia parece que la norma es semejante a la mexicana y también veo a muchas personas picando el filete antes de comenzar a comer. Otras veces me asombré al ver a los gringos blandiendo, literalmente, el cuchillo, el tenedor o ambos. Mucha gente allá agarra esos cubiertos como si fuera a clavárselos a una víctima. Allá es de lo más normal, a pesar de lo cual solemos creernos con derecho a criticarlo de algún modo.

En definitiva, las reglas de etiqueta en la mesa son de las reglas más estúpidas que uno se puede imaginar, en el sentido de que elegir unas u otras carece de sentido. No se es más elegante o menos por agarrar un cubierto de una manera u otra, y la eficiencia es la misma, así que parece que es nuestro afán por reglamentar, por decir lo que está bien y lo que está mal, lo que genera esas reglas. Vamos, que lo importante socialmente es la existencia de la regla, no tanto su sensatez o carácter práctico.

Bueno, pues es lo mismo en el lenguaje. Por ejemplo, ¿por qué en unos lenguajes se apañan con un solo signo de exclamación o interrogación y nosotros ponemos dos? ¿Por qué los gringos ponen dos espacios después de punto seguido y nosotros nomás uno?

Decía Groucho Marx que hay mil formas de desollar un gato. Es seguro que al gato no ha de gustarle la posibilidad, pero eso no viene al caso. El caso es que a veces nos encontramos con gente que cree de veras que su opción lingüística es "la mejor" en lugar de simplemente "una más". A veces no son los demás, sino que somos nosotros los que tal sostenemos. En asuntos de lengua hay bastante gente que cree que lo suyo es "lo mejor". Puede que sí y puede que no, pero conviene siempre no perder de vista que, en realidad, hay mil formas de desollar un gato. O de decir las cosas y escribirlas.

En Colombes, el día de mi patrona natural (santa Tecla), por la noche.

Mus

10 septiembre 2007

Batallas y berberechos

Ayer tuve la fortuna de presenciar uno de esos espectáculos de la naturaleza con los cuales se alimenta mi nihilismo: un mar entero desapareció ante mí, dejando ante la vista simples charcos y millones de berberechos.

Visitaba Le Crotoy, un pequeño pueblo (galicismo por pueblito o pueblecito) ubicado en la desembocadura del río Somme. Había oído yo algo sobre el Somme y su batalla famosa, pero no conseguía recordar si aquel desastre había sido en la primera o en la segunda guerra mundial. Leo hoy en la wikipedia que fue en la primera.

La primera guerra mundial fue una auténtica escabechina. Los sistemas de guerrear apenas habían variado en los últimos cinco siglos, a pesar de que ya se tenían cañones de verdad y fusiles que atinaban (no como antes, que eran un albur), aparte de las ametralladoras. Seguía confiándose en la masa ingente de guerreros/soldados como elemento militar primario. Eso también lo vemos en las pelis de la revolución mexicana. Como puede uno imaginarse, si eres de un bando y tienes una ametralladora y te vienen quinientos soldados desde 1 kilómetro, todos medio juntitos, pues antes de que se te acerquen a trescientos metros ya te los has ventilado a todos desde tu confortable nido (de ametralladora).

Así funcionaban aún las cosas en la primera gran guerra, y el resultado es que las mortandades eran inconmensurables. A modo de comparación, el otro día leía yo sobre la batalla de Iwo Jima, calificada como la más sangrienta de la guerra del Pacífico, donde murieron en un mes unos diez mil soldados estadounidenses. Bueno, pues en la del Somme, el primer día nada más, palmaron más de veinte mil británicos, y en la batalla completa murieron en total un millón de soldados. Olé.

Toda aquella masacre sucedió en el valle del Somme, hace ya casi cien años. Hoy va uno allí y ve a todas esas vacas charolesas y esos caballos recios pastando en prados interminables, y resulta difícil pensar en cuántos esqueletos quedarán a dos cuartas (por debajo) de la hierba.

La desembocadura del Somme es una bahía interminable y plana. Lo que ayer tuve oportunidad de ver es su marea baja, que deja al descubierto una distancia de unos diez kilómetros desde el borde de la pleamar. ¡Diez kilómetros de marea! El resultado es que uno está en la playa y no se ve el mar a simple vista, tan solo una vasta llanura llena de gente haciendo cosas de lo más diverso. La mayoría marisquean por entretenerse y llenan de berberechos sus cubitos, pero no falta quien vuela su papalote o quien avanza sentado en un triciclo del cual jala un papalote empujado por el viento. Tampoco es raro ver jinetes paseando en sus ponis o jamelgos, como si tal cosa. Es estupendo esto de poder darse un paseo bípedo o cuadrúpedo por el mar, sin barco alguno. :)

Lo de los berberechos es para no creérselo. Uno mete el pie (o pezuña, dependiendo de la versión animal que le sea propia) cinco centímetros en el fango, en cualquier sitio de esa llanura interminable, y salen decenas de berberechos --la mayoría de pequeño tamaño--. A cada paso, se advierten los crich-crach de los pobres animalitos que crujen con nuestro avance. Toda esa biomasa sin fin alimenta una población igualmente infinita de gaviotas, correlimos y avecillas de toda clase y condición, que hacen de la bahía del Somme una zona de gran interés ornitorrinco, digo, lógico.

Solo dos cosas, aparte de su historia desgraciada, suman puntos a la cuota de tristeza de Le Crotoy: los barcos varados en el fango que deja la marea baja y el precio de los mariscos en las pescaderías. Respecto a lo primero, es de lo más desangelado ver un barco, aunque sea pequeño, reposar sobre su quilla en lugar de flotar sobre ella. En cuanto a lo segundo, es terrible que a pie de barca sea más caro un lenguado que en París. Algo no funciona bien --o funciona demasiado bien, acaso--, pero el caso es que no compré nada.

Ni falta que hacía, porque el día anterior, en el mercado de Colombes, me averigüé dos docenas de ostras del número 1 (las más grandes) a 6,80 euros la docena. Vamos, que no compré la caja entera por miedo a que me miraran raro. Dejé a Le Crotoy en el ostracismo comercial más absoluto y me dediqué a las ostras de otros lares. ¡Olé, las ostras! Si son malas para la salud, me temo que me afectará, porque las ingiero de desayuno, comida y cena, como si me hubiera poseído un demoño ostrífago. Eso sí, a veces alterno y como almejas, que también las hay rebuenas, o mejillones, que no les van a la zaga. El caso es darle con ímpetu al ostreido o al bivalvo. Vive la France !

En Colombes, el día de san Nicolás de Tolentino (confesor), por la mañana.

Mus

06 septiembre 2007

Metrosexualidad y sintaxis

No es que tengan nada que ver, creo, pero me gustan las equis y pensé que quedaría lindo el título. Después de 2 meses y 1 día, retomo la escritura en esta desierta bitácora para decir que se confirma: soy metrosexual.

Cierto es que soy un metrosexual un tanto atípico. Si fuera un dato en lugar de un metrosexual, sería un outlier. Entonces, ¿qué me hace metrosexual? Pues es sencillo: ayer me depilé las orejas con cera, y el otro día una amiga me prestó un artilugio para podar los pelos de la nariz (los de dentro, que los de fuera me los arranco a mano). ¿O eso no cuenta? Espero que cuente, porque si no no sé dónde voy a parar, y como muestra está el ejemplo de mi amiga, la que me prestó la cera y me hizo la depilación, que en cuantico terminó la tarea se fue porque había quedado con un tipo superguay que le debe de echar unos polvos que ni Sansón a Dalila. Si no, no me lo explico, porque mis orejas se quedaron muy lindas, así calvas.

¿Y por qué soy un metrosexual atípico? Pues fácil: ayer me sentía con la metrosexualidad a flor de piel, y fui a hacer lo que hacemos todos los metrosexuales: comprar ropa. La diferencia está en que en lugar de ir a Moschino y comprar unos calcetines de 70 euros y dos camisas de supermuaré de 250 euros la pieza, yo me metí al Monoprix (una cadena de supermercados de acá de Francia) y además de comprar salchichón me pasé por la parte de la ropa y me compré unas cinco o seis camisetas y camisas por un total de 70 euros, e incluso me dejé sin comprar una chaquetilla muy apañá porque costaba la friolera de 35 euros. Eso me convierte en un outlier como metrosexual y en un outlawed como pareja de cualquier chica normal. Y no será que no me esfuerzo, no... ¡Si incluso llevo casi dos meses sin afeitarme para conseguir tener una barba de tres días! Qué difícil es la vida del outlier. Suspiro. El caso es que cuando mi amiga llegó de ver a su galán, traía una sonrisa en la boca de esas que duelen (la sonrisa, no su boca) y a pesar de mis requerimientos se puso el pijama, se hizo un ovillo y comenzó a roncar, haciendo caso omiso de todo mi moderno aspecto y mis fuerzas felinas para el coito y el resto de los actos amorosos. Quizá por ello, soñé con un libro de síntesis orgánica: apasionante.

Eso en cuanto a mi vida sentimental. En cuanto a la sintaxis, decía yo la última vez que escribía, que hablaría de sintaxis. No tengo grandes ganas de hablar, y menos de escribir, pero digamos que me sorprende la frecuencia con que nos quejamos de las palabras nuevas, los anglicismos sobre todo, y lo poco que nos fijamos en cómo construimos las frases la práctica totalidad de los habitantes del planeta.

Entra aquí el concepto de hipérbaton, que es una figura retórica que consiste en cambiar el orden más habitual de las palabras de una frase. Los ejemplos clásicos de hipérbaton en la literatura nos los enseñaban en la escuela, con aquellas églogas ininteligibles de Garcilaso y aquellos poemas de Góngora que no entendía ni el mondesvol. Por cierto, que no ha mucho pasé por el sepulcro de Góngora, en la catedrál de Córdoba, que por azares de la vida era antes de ser catedral una mezquita colosal.

El caso es que el hipérbaton es muy importante y lo aplicamos todos aun sin saberlo. Veamos una frase normal y corriente, hasta insulsa:
  • Tendrás que venir si quieres saberlo
  • Si quieres saberlo, tendrás que venir
  • Si saberlo quieres, tendrás que venir
  • Que venir tendrás si quieres saberlo
  • Tendrás que venir si saberlo quieres
  • Etc. que ya me aburro
Como se ve, hay tantas formas de expresar una cosa como de desollar un gato. ¿Expresan todas lo mismo? Pues sí, pero no. Algunas de ellas parecen más retadoras que otras, aquellas son más arcaizantes que éstas y, en fin, las hay más complejas y menos. Uno puede elegir la que más le convenga pero, salvo que uno desee lograr un efecto concreto, lo habitual es elegir la que le sea más natural a su idiolecto, es decir, a su forma de hablar, o al idiolecto del personaje que uno desee construir.

Quién iba a decir que un hipérbaton, palabreja tan fea y críptica, sería algo útil para transmitir sensaciones.

En Colombes, el día de Ntra. S.ª de las Viñas (patrona de los viñadores), por la tarde.

Mus

P. D. Decimos que tenemos un outlier cuando tenemos un dato que no concuerda con el resto de los resultados cabales. Digamos que es un dato sospechoso de ser erróneo, producto de un error o de la presencia de algo anormal.

P. P. D. Mañana empiezan las ferias de mi pueblo. No iré porque tengo que aprender francés y contemplar la posibilidad de depilarme las cejas, a ver si mejora mi frecuencia de ayuntamiento.